Nuestro país enloquecido por la discordia en casi todos los campos, a causa de mentes caóticas y corruptas, avanza en la negación de todo cuanto expresa y significa el cristiano aparecer de Jesús en la Historia.
En la loca carrera por modernizarnos y ponernos a tono con todo cuanto va apareciendo: lo gubernamental, cultural, familiar, social, educacional, etc.; y en que la tecnología crea facilismos para los diferentes aspectos del vivir y del educar, del trabajar y del gobernar, van desapareciendo los que fueron los asideros del bien vivir, el mejor pensar, el respeto por la honra y la intimidad de cada ser humano. En este cruce de arrasadores incendios, podríamos hacer un esfuerzo por recordar que, desde siempre, los católicos honramos de manera especial al Corazón de Jesús.
Nuestro país enloquecido por la discordia en casi todos los campos, a causa de mentes caóticas y corruptas, avanza en la negación de todo cuanto expresa y significa el cristiano aparecer de Jesús en la Historia. Somos un pueblo sangrante, que, azuzado para la venganza y el odio, la usurpación y el cinismo, no sentimos ya el imperativo de recapacitar en el drama de tanta locura y tanta desviación.
Hay muchos sitios de la patria cuajados de siniestras sombras de muerte y miseria, de humillación y sometimiento, de deshonestidad y vil entrega, que han apagado el fulgor del Corazón de Cristo. Ya Él no les representa ni Verdad, ni Justicia, ni Amor.
En estas enfermizas y destructoras condiciones nos preparamos para celebrar el bicentenario de nuestra Independencia, encendida el 20 de julio de 1810 con el grito unánime de los criollos y su protesta por la negación de un florero, hasta llegar al 7 de agosto de 1819, cuando la batalla de Boyacá, que, con la definitiva derrota de Barreiro, garantizó la libertad de la Nueva Granada.
Jesús fue siempre la esperanza de las víctimas; el grito desesperado de las madres que han perdido a sus hijos; el clamor de los viejos para que a nuestra juventud no le corresponda en herencia una patria maltratada, herida, sangrante, con oscuros caminos que la aprietan hasta los límites de la asfixia.
Los católicos estamos llamados a ser valientes e implorar la luz del Corazón de Cristo para Colombia; a recuperar la ya perdida identidad para celebrar con generosidad de sentimientos nuestro bicentenario. No importa que, en el recuento de los hechos, sintamos hondamente que ha habido esfuerzos perdidos y muy equivocados y perversos en todos y cada uno de los estamentos de la nación colombiana; que se han multiplicado las humanas flaquezas, originando corrupción y mentiras, y erróneos procedimientos para tortura de muchos inocentes y bienestar de los corruptos.
¿Será ya imposible, en Colombia, volver a reconocer la presencia de Jesús entre nosotros y recobrar nuestra dignidad para vigorizar el recto sentido, y encaminar las razones que han de mantenernos en la línea del compromiso, de la prudencia, del respeto y de la rectitud?
Podría consolarnos y fortalecernos un poco este bello decir de Santa Teresa de Jesús:
“¡Oh hermosura que excedéis / a todas las hermosuras! / Sin herir, dolor hacéis, / y sin dolor deshacéis / el alma de las criaturas. / ¡Oh, ñudo que así juntáis / dos cosas tan desiguales; / no sé por qué os desatáis, / pues atado, fuerza dais / a tener por bien los males!”
Los colombianos, guiados por las ideologías de moda y las posturas desobligantes frente a la decencia y la esperanza, hemos llegado al hastío de vivirlo todo sin pudor y sin consciencia; de saberlo todo sin humildad; de poderlo todo desafiantemente; de irrespetar el consolador convencimiento de que Jesús viene al encuentro de nuestra agobiada y desarticulada Colombia, con su dulce carga de Amor, de Perdón y de Fortaleza.
Ese mandamiento: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” se nos hace certidumbre y nostalgia, muy hondamente en el alma, y forma una barrera protectora en torno a nuestro melancólico espíritu, vencido, casi siempre, por las angustias, las pérdidas irreparables, las traiciones, los desencuentros, los asesinatos, la corrupción, los insultos, las humillaciones, las malquerencias, las fatigas, los olvidos, las ingratitudes, las injusticias…
Jesús, a cuyo Corazón, - hace muchísimos años - un pasado Gobierno consagró a Colombia, sigue siendo la antorcha que ilumina los escabrosos senderos, y es el símbolo – querámoslo o no - de una vivificante esperanza.
Inmersos en el Mandamiento del Amor, como emblema y escudo, reafirmemos el sentimiento de que ningún esfuerzo será inútil. En este mes de junio y siempre, volvamos los ojos a Cristo para que tanto sufrimiento y tanta afrenta purifiquen nuestra patria, y no sigamos equivocando el camino que ha de aproximarnos a la VIDA.