Sólo podríamos aproximarnos a lo mejor cuando nuestro conocimiento de las hojas de vida, programas, alineaciones ideológicas y políticas de los elegidos, sean coherentes y veraces.
Con frecuencia se hace relación al sentido racional de los procesos de decisión-elección. Sólo se elige de modo responsable cuando hay conocimiento, ausencia de coerción y ejercicio de la voluntad. Se insiste -nunca dejara de tener importancia este énfasis- en la necesaria correlación responsabilidad-libertad, nociones que son inseparables.
En el proceso electoral que se vive, cada elector tiene ante sí un alto número de nombres y de opciones; es agobiante el número de aspirantes, una trama de figuras abstractas y lejanas que llega a confundirse con un bosque impenetrable. Quizás no sea exagerado afirmar que, en muchos casos, cada uno de aquellos nombres es simplemente alguien desconocido que en los últimos meses ha aparecido en alguna valla publicitaria: sonriente, pulcro, optimista. Con o sin sombrero, aquel ilustre aspirante a puestos de responsabilidad política (concejal, diputado, alcalde, gobernador) es conocido por las masas votantes por un slogan relacionado con la esperanza, con la posibilidad de mejoramiento de condiciones de vida, con el progreso y el empuje a que se pretende asociar de modo automático su nombre o su movimiento. En muchos casos se habla en la propaganda de una insólita -quizás sea inverosímil la palabra correcta- “autenticidad, independencia, pujanza”. Cada uno se considera idóneo para presentar su propia imagen ante los demás como la del genuino líder. Qué difícil es identificar al verdadero entre tantos.
Intervienen las emociones, los sentimientos, las simpatías y las antipatías. Aunque en algunos casos se mencionan los programas y propuestas, en muchos basta la epidérmica invitación a un extraño compartir de sensibilidades y pulsiones.
Vale la pena preguntarse ante la responsabilidad de la práctica del voto por la obligación que tiene el elector de informarse sobre las cualidades y defectos de quien aspira a obtener su confianza. Hay que insistir en las fuentes fidedignas, en el consejo de quien tiene argumentos y experiencia para merecer ser escuchado. Debe llegar el día en el cual el ejercicio de la responsabilidad ciudadana sea una norma de conducta, superando las múltiples fuentes de desinformación y de manipulación que ejercen sus fuerzas -propaganda, medios de persuasión- sobre el ingenuo elector que con gran rapidez pasa a convertirse en un decepcionado más. No es la clase política la generadora de esta decepción: es el propio votante, la masa electoral, que, respondiendo a sus impulsos de rebaño dócil, procede a elegir a quien ha de decepcionarlo y a quien, finalmente, saltando por una ventana, huirá de la justicia y de a quienes se debe, sus electores…
Que una mayoría obtenga un escaño está aún lejos de significar que eso es lo mejor. Sólo podríamos aproximarnos a lo mejor cuando nuestro conocimiento de las hojas de vida, programas, alineaciones ideológicas y políticas de los elegidos, sean coherentes y veraces.
Ojalá el elector llegue a superar con madurez lo que a todos nos afecta en los procesos de decisión-acción: con facilidad podemos ser convertidos en instrumentos de manipulación; cuando aprendamos a diferenciar entre emociones y conocimiento nos aproximaremos a la elección de representantes idóneos, eficaces servidores públicos.