Las protagonistas aquí son empleadas domésticas y los violadores son "Ellos", sus empleadores. Han sido muy pocas las denuncias presentadas
Una mujer acaba de terminar su jornada laboral y está en la diminuta habitación que le asignaron para dormir. Alguien golpea la puerta. Ella sabe que es su jefe o un hijo de su jefe; intuye que lo siguiente será que "Ellos" le ordenarán hacer silencio, y ella, tan fuerte para todo, se llena de miedo, sabe las consecuencias de la subordinación absoluta en la que está; aprieta los dientes para contener su negativa; luego, la violan.
Las protagonistas aquí son empleadas domésticas y los violadores son "Ellos", sus empleadores. Han sido muy pocas las denuncias presentadas y voy a explicar por qué.
Algunos son personajes del país; sin embargo, la mayoría de “Ellos” son simplemente hombres privilegiados de estratos altos, perdón la redundancia.
Hoy, muchas de ellas tienen grabadas con horror esas escenas, pero otras, sorprendentemente cargan sus relatos con frases que atenúan la responsabilidad de "Ellos". Lo que todas dicen es que denunciar no estaba en sus posibilidades.
Poner una denuncia es una proeza: habrían necesitado tiempo y la jornada laboral se los impedía; no tenían plata para el transporte, ni para las gestiones; intuían que su versión estarían en desventaja frente a un juez; la lectura de un documento podría truncar el proceso y carecían de testigos, por obvias razones. Por esto, las empleadas no se arrepienten de haber abandonado en silencio su empleo y haber perdido su liquidación.
Antes, cuando se daba una violación, como lo cuenta Catalina Ruiz-Navarro o como el caso de Nohemí, todo era mucho más duro para ellas: no tenían alternativas laborales ni de formación, ni existían las redes sociales, ni los enfoques de derechos y de género, y sentirse empoderada no era algo tan usual como lo es ahora.
Ellos, con y sin comillas, fundamentaban su masculinidad en su capacidad como reproductores y proveedores. No se hablaba del respeto y autonomía del cuerpo de la mujer, ni de la responsabilidad compartida frente a la anticoncepción, ni de cómo funciona el instinto sexual en las personas, ni de la paternidad responsable, ni del valor y la legislación del trabajo doméstico remunerado. A ellas se les hacía la caridad de darles techo, comida, y buen trato y alguna remuneración. Ellas debían estar en deuda con ellos.
Parafraseo, con su autorización, la columna Una defensa del silencio, de Claudia Morales, para solidarizarme con ella y contar cómo veo la evolución de lo que he oído a empleadas domésticas durante mi trabajo. Gracias a ella y a otras valientes de todos los tiempos hoy podemos identificar, hablar y buscar soluciones a problemas que se creían del ámbito privado, en este caso, la relación laboral dentro los hogares de los empleadores.
Para no ahogarse en el silencio, ellas han apelado a la religión, a la resiliencia, a la solidaridad de mujeres cercanas, y a organizaciones sociales que les dan una mano. Y más allá, un nuevo clima social y político las ha hecho visibles. De hecho, la OIT estudia otro convenio para contrarrestar la violencia y el acoso en el lugar de trabajo.
#MeToo, #TimesUp o #HeforShe son síntomas del cambio. ¿Quién se habría imaginado a Meryl Streep desfinalando de gancho sobre uno de esos tapetes rojos, con Ai-Jen Poo, la lideresa de las empleadas domésticas de Estados Unidos?
Vea también: #Metoo en pie de guerra contra los abusos
Tengo la sensación además de que en este tema las nuevas generaciones nos están dando ejemplo. La juventud de hoy pregunta con naturalidad por los derechos de ellas. Esos hombres que valoran el trabajo doméstico y por tanto a quienes lo realizan, tengo la esperanza, no hacen parte de "Ellos".