El retorno a la Sindéresis

Autor: Carlos Alberto Gómez Fajardo
12 noviembre de 2018 - 09:05 PM

 El retorno a la sindéresis, capacidad natural de juzgar rectamente, es la única manera de no despeñarnos por el abismo de la mediocridad.

En medio de la amistosa tertulia dominical apareció sorpresivamente el término “sindéresis”: a quienes dialogábamos en ese momento nos quedó una duda, pues creíamos tener la cosa más clara de lo que en realidad sucedía cuando comprobamos que nuestras ideas al respecto tenían los defectos de la imprecisión y la insuficiencia. La palabra en cuestión se convirtió, por una parte, en motivo de aproximaciones cautas, y por otra, en consulta más reposada al diccionario de la Academia. Es nutritivo que algunas ideas de la conversación doméstica sean matizadas por el trato con el diccionario, y cómo no, enriquecidas por un intento de retorno a la propia sindéresis. Así que vuelvo con gusto, con confianza, a la clásica fuente de referencia, el diccionario, antes pesado volumen de pastas amarillas, y hoy etéreo pero inmediato servidor al alcance de unas cuantas teclas. Generoso, contundente, el diccionario nos regala su precisa definición: “Sindéresis: Discreción. Capacidad natural de juzgar rectamente”.

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Las opiniones con frecuencia se alejan de la sindéresis: lo malo se ha querido convertir en bueno, haciendo creer a muchos que la capacidad racional de diferenciar se ha puesto entre paréntesis, como si todas las ideas merecieran igual consideración y respeto. Como si relativizándolo todo, mezclando valores y antivalores en un mismo recipiente, bastase con que a eso se le llame pluralismo, respeto o tolerancia. Se olvida que es diferente la opinión mayoritaria a lo que es la realidad: importa la verdad, no sólo en cuanto consenso sino en cuanto aproximación certera a lo que las cosas son, a la concordancia entre lo que se piensa y los hechos, la realidad que se nos aparece, abierta y compleja, ante los sentidos.

Suceden cosas confusas: una reina de belleza de España es un hombre que dice ser mujer. Un exfutbolista obeso, héroe de generaciones pasadas, entre otras cosas por haber marcado un histórico gol por medio de la trampa y de la picardía, sigue siendo objeto de difusión mediática, y parece no importar su condición lamentable de víctima de la drogadicción y de hábitos no propios de modelos de conducta. Un holandés sesentón exige que en sus documentos legales se registre una edad menor y alega ese derecho ante los tribunales porque se siente discriminado. Un terrorista incendiario enmascarado lanza un coctel Molotov contra unos policías que son apedreados y agredidos por una multitud y a eso se le llama “protesta de universitarios”. Como un simple gesto de rebeldía se presenta lo que es un cruel intento de homicidio o de generar graves lesiones a otro ser humano y se le da a esto una difusión mediática bajo la hipótesis tácita de que son imágenes de expresión de un supuesto descontento social.

En paradoja digna de Chesterton se cuestiona a los defensores del respeto a la vida humana de todos, sin excepción, y se felicita la acción supuestamente caritativa de quienes promueven el activismo ideológico de la eutanasia, el aborto y la eugenesia, la eliminación sistemática de los frágiles, argumentando el libre ejercicio de la autonomía. Legisladores, funcionarios y juristas, desconociendo la realidad, inventan modos de imponer normas que regresan a los sistemas judiciales de los totalitarismos mientras promueven ideas de democracia y del “libre desarrollo de la personalidad” basados en vacías concepciones del derecho que lo convierten en herramienta inmisericorde al servicio de sus deseos, intereses y voluntades. Pasan alegremente por encima de los grandes principios expresados en la declaración de Derechos Humanos de la ONU en 1948. A quien se cuestiona y se le exigen explicaciones no es a quien ejecute y promueva públicamente la adhesión a la práctica de la eutanasia sino al que se opone a ella, argumentando con una base antropológica y del respeto a la democracia y promoviendo la idea del sentido común que indica que el respeto a la vida como principio de la democracia es eso: principio, fundamento. Algo que se afirma y se defiende, no que se somete a la voluntad variable de conciliábulos cuyo color depende de los variables intereses o voluntades de electores que obedecen a la moda de lo políticamente correcto.

Se necesita un esfuerzo para retornar a la sindéresis. A la discreción, la cual también nos lo recuerda el diccionario, es sensatez, juicio, tacto, prudencia. El enemigo de la sindéresis es el relativismo ético, adquisición de una ideología iluminada en los años sesenta por una disolución de la capacidad de juzgar rectamente. Oponerse por sistema a toda autoridad, burlarse del establecimiento, querer demoler, no es sindéresis: es la aniquilación de la razón.

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El prudente ve por delante, es cauto, es conocedor de la realidad. Distingue de modo natural lo que es justo y verdadero de lo que es arbitrario y equívoco. La sindéresis exige la oposición lúcida y documentada al escepticismo al uso, a la mediocridad propia de la relativización de los valores, a la incapacidad del compromiso moral, al nihilismo que se somete dócil e ingenuamente, a la aniquilación de la certeza como si ello fuera una exigencia metodológica cierta. El relativismo es una serpiente que se devora a sí misma. El retorno a la sindéresis, la discreción, la capacidad natural de juzgar rectamente, es la única manera de no despeñarnos por el abismo de la mediocridad.

 

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