Habría sido más fructífero promover espacios de diálogo para tratar de que las posturas no se radicalizaran más, especialmente desde el bando antitaurino, como quiera que los aficionados son la minoría.
Durante siglos, pueblos y ciudades colombianas abrieron sus puertas a las corridas de toros para acompañar desde solemnidades religiosas hasta fiestas patrióticas. El paso del tiempo demarcó gustos y maneras, quedando las corralejas arraigadas en el norte del país y las corridas de toros en otras regiones. El invierno europeo atrajo a las calurosas tierras americanas a las figuras de época, lo que consolidó en las grandes capitales una temporada alterna a la española entre los últimos y los primeros meses de cada año. En tanto manifestación cultural, las nuevas generaciones, en ejercicio de su derecho a la libre expresión, introdujeron en la agenda académica y social el debate en torno a la ética de los festejos taurinos, promoviendo su abolición y enarbolando como principal argumento la protección animal.
Permeadas por radicalismos superficiales, expresiones violentas y proselitismo político, las tesis han ido pasando a un segundo plano, convirtiendo a la tauromaquia en escenario alterno de la polarización de nuestra sociedad. Lo acontecido el domingo en Bogotá es muestra clara de ese síndrome en el que supuestas mayorías políticamente correctas pretenden imponer su visión a los demás, pasando por encima del Estado de Derecho e incurriendo muchas veces, para alcanzar sus fines, en las mismas actitudes que dicen reprobar.
Como promotores de la libre expresión, siempre que se ejerza dentro del marco de la Ley, rechazamos los actos violentos ocurridos en la capital del país, donde grupos antitaurinos agredieron verbal y físicamente a personas que sólo buscaban presenciar un espectáculo de su agrado y que, además, está permitido y regulado por la Ley. En el lamentable desenlace del que era un día de fiesta para los taurófilos, como quiera que las corridas regresaban a La Santamaría después de cinco años de no poder arrendar la plaza por la decisión unilateral y exhorbitante del exalcalde Gustavo Petro, fueron esenciales dos componentes: la ambivalencia del actual alcalde mayor, Enrique Peñalosa, al acatar la orden de la Corte Constitucional pero marcando su posición antitaurina, y las intenciones de aprovechamiento político por parte del exalcalde Petro.
En efecto, si bien el alcalde Peñalosa estaba en todo su derecho para demarcar su postura frente al tema, la misma parece haberlo llevado a no preveer los riesgos de permitir las protestas en el acceso y cercanías de la plaza, situación a su vez aprovechada por Petro y sus simpatizantes de modo que en medio de la turba no solo quedaron los aficionados sino el propio mandatario, acusado de haber “devuelto la plaza a los asesinos”. A nuestro parecer, habría sido más fructífero promover espacios de diálogo para tratar de que las posturas no se radicalizaran más, especialmente desde el bando antitaurino, como quiera que los aficionados son la minoría. Persuadir a las partes a escuchar las razones del otro, a reconocer los argumentos de lado y lado, como se ha hecho ya en ciudades como Manizales, habría permitido, probablemente, la convergencia pacífica de ambas posturas y el reconocimiento del derecho, amparado por la ley, de los unos a disfrutar del espectáculo de su preferencia, y de los otros a expresar públicamente su rechazo mediante acciones simbólicas o artísticas de sensibilización, que no de aniquilación o adoctrinamiento.
Hacemos votos para que los sucesos de Bogotá no se repliquen en Medellín, que abre su Feria el viernes, donde el movimiento antitaurino, después de los desmanes y permisividades de otros años, ha enfocado su trabajo en sensibilizar a las nuevas generaciones y no en tratar de convencer o agredir a los aficionados. En este escenario las obligaciones están repartidas. Los gobernantes, a respetar y hacer respetar a los aficionados como a las demás minorías, sean étnicas, religiosas o de género, y a la vez procurar espacios para la libre pero responsable expresión de los antitaurinos. La obligación de estos será velar por que quienes los representan puedan mantener la altura de sus argumentos y el respeto a la diferencia; y la de los taurinos, será ejercer su libertad sin ofender a quienes no están de acuerdo con su afición.