Bastó con que la franja antichavista hubiera perdido la crucial batalla de enero al malograrse su empeño de introducir la tan esperada ayuda humanitaria (con las ventajas políticas que ello entrañaba) para que la imagen de Guaidó comenzara a nublarse
La oposición venezolana anda de mal en peor desde comienzos del año, cuando midió fuerzas con el oficialismo en lo del paso fronterizo con Colombia, donde tuvo que resignarse al fracaso en su intento de forzar la entrada de la famosa ayuda humanitaria, consistente en comida y drogas. En esa ocasión ella le apostó a una posible división del Ejército. Ya contaba con la presión internacional a su favor, que fue vigorosa, mas, faltando Rusia y China, no suficiente para que Maduro al final permitiera su ingreso. El pulso lo ganó él a pesar de la repulsa universal que generaba su renuencia a aliviar siquiera en parte el hambre y la total desatención médica que sufrían sus compatriotas.
A lo largo de la historia, casi que obedeciendo a una ley natural, la experiencia vivida en este tipo de confrontaciones, catalogadas como de vida o muerte, nos enseña que quien, ofreciéndose como alternativa del poder dominante, para coronar la meta de suplantarlo lo desafía y ataca, quien así obra, repito, asumiéndose como alternativa, es quien se expone, porque, estando a la ofensiva como lo está, atrae la atención, despierta más entusiasmo y expectativa en el entorno. La fuerza nueva y renovadora que convencida arremete reclamando su turno, dada su novedad y frescura, y dado que no se ha erosionado todavía en el ejercicio del poder (cargando con el desgaste que sufre quien lo ejerce) si hay equilibrio y una mínima limpieza en la reyerta, en condiciones normales esa fuerza nueva aparentemente tiende a ganar.
Ese no fue el caso de Venezuela. Bastó con que la franja antichavista hubiera perdido la crucial batalla de enero al malograrse su empeño de introducir la tan esperada ayuda humanitaria (con las ventajas políticas que ello entrañaba) para que la imagen de Guaidó comenzara a nublarse y fuera desdibujándose entre los venezolanos, movidos por el optimismo fácil que les es propio. Ellos esperaban un cambio, así fuera parcial, del panorama político, pero todo siguió igual: la obcecación del gobierno (que suele darse así, cualquiera que sea el país de que se trate), de un lado, y del otro, el hambre creciente del conglomerado. Lo que sí cambió fue la certeza de una caída cercana del régimen, y la reciedumbre que venían exhibiendo sus contendores. Pues a raíz de este sordo insuceso cundió el desánimo en sus filas y la sensación de que, cuando menos la dura batalla cumplida, terminó en derrota. Y que no habiendo nada fácil y habrá que prepararse para la próxima. Quién sabe cuándo. Y sin muchas posibilidades de éxito, pues la oposición, como era previsible, ya da señales de debilidad y accede a otra mediación dilatoria como las anteriores del Vaticano y Rodríguez Zapatero, que oxigenaron a un Maduro moribundo, o como la que ahora se lleva a cabo por cuenta de la infaltable Noruega. Pero, para que el amable lector repose, aquí terminamos por hoy esta digresión.