En 2015, el primer mundo demostró que la debida atención a los pacientes bastaba para salvar sus vidas y contener el brote.
La Organización Mundial de la Salud ha declarado una nueva epidemia de ébola. Lo hizo tras haber confirmado la muerte de tres habitantes de la zona norte de República Democrática del Congo a consecuencia de un virus cuya presencia y afectación son exponencialmente aumentadas por la miseria, algunas costumbres insanas, la precariedad de los servicios sanitarios y hospitalarios, así como la carencia de medicinas apropiadas.
La simple mención de la palabra ébola espanta.
Asusta especialmente a las naciones que lo han padecido y que en la epidemia ocurrida entre 2013 y 2015, tardíamente declarada por la OMS, vieron partir a 11.315 personas: 4.809 en Liberia; 3.955 en Sierra Leona; 2.536 en Guinea; 8 en Nigeria; seis en Malí, una en Estados Unidos. En África, la letalidad de este virus, dice la OMS, es cercana al 90%. En Estados Unidos y Europa, que enfrentaron el primer contagio en la pasada infestación, es mínima.
Este virus pone a prueba a las organizaciones de salud. Particularmente, le exige a la OMS demostrar sus aprendizajes por los errores y descuidos en el brote que terminó el 24 de agosto de 2015, hace veinte meses.
La declaratoria de epidemia le da el rédito de no haber callado ante el severo mal, repitiendo su error de hace cuatro años. Todavía es temprano, y el país afectado no es propiamente uno abierto a la prensa y las ONG del mundo, para evaluar si el Organismo y los gobiernos han avanzado en medidas de extensión del agua potable, educación en auto-cuidado, protección de pacientes, aislamiento de infectados, acciones necesarias para contener el brote, como lo demostraron las autoridades de salud en Europa y Estados Unidos, regiones donde se registraron 25 contagiados, tres de ellos fallecidos.
Tampoco es posible aún medir la efectividad de la vacuna que la directora Margaret Chan afirma que está desarrollada y que contribuirá a contener esta nueva emergencia.
El mundo debe estar atento a ayudar a África ante esta nueva amenaza. Pero también a pedir cuenta a la OMS y a los gobiernos si los veinte meses de pausa les fueron insuficientes para desarrollar conocimientos y capacidades para combatir un mal que el Primer Mundo demostró es contenible.