Lo que busca este fascismo –tan presente hoy en el petrismo- es rebajar la condición humana a lo peor intentando demostrarnos que no es posible el individuo ni la libertad ni la alegría Darío Ruiz Gómez
Le decían El Flaco y era de profesión albañil y alcohólico como casi todos sus colegas de profesión. Bebían en alguna esquina de la calle Vélez y cuando ya andaba perdido en la borrachera comenzaba a decir palabrotas lo cual le valía que alguna señora le llamara la atención por boquisucio. “Señora, replicaba, no se le olvide que la vulgaridad es la poesía del pueblo” Respuesta que desde niño se me grabó para siempre. Y eso que mi barra de amigos estaba compuesta por muchachos muy serios, estudiosos que nos asomábamos al conocimiento del lenguaje comprobando en la diaria realidad la injusta separación de las clases sociales. “Dime como hablas y te diré quién eres” Quien hablaba en vulgata estaba condenado inevitablemente a mantenerse en esos modestos oficios. Pero el pueblo al cual se refería El Flaco era el pueblo de Francisco de Quevedo, el de Lope de Vega y desde luego el de Cervantes, el de Carrasquilla: palabra en el tiempo de ese venerable maestro Don Antonio Machado quién bebió en las fuentes de la parla viva de los desarrapados en los caminos y fondas, el ilimitado saber de la palabra pura que Baltasar Gracián abrevó en estas fuentes para su filosofía. Yo podría hablar del pueblo desde la hondura del parco campesino hasta el estoico sentido de la libertad de nuestros llamados maestros de obra, de nuestros obreros. La traición al pueblo señala en Colombia por un lado la más grande traición a nuestros valores por parte de la clase política y por otro la entrada en escena del demagogo, del político mentiroso. Los caudillismos latinoamericanos recurrieron siempre a la palabra pueblo para falsificarla. Y hoy el populismo recurre a la perversión demagógica de utilizarla para supuestamente devolverle sus valores agredidos, tal como lo vimos en el peronismo en manos de los grupos de matones conformado por verdaderos delincuentes, por ampulosos líderes sindicales. Y como lo vemos aún en la patética demagogia de Chávez bajo la cual el ciudadano es mantenido en la plaza pública para que no piense. Es aquí donde comienza una sociedad a enfermarse al ser despojada de su capacidad de elección, sometido el ciudadano a la intimidación de las brigadas de asesinos que castigan al opositor, al sustituir sus valores verdaderos por una ideología de ocasión. Si la amistad es una elección íntima en este caso se la sustituye por la helada camaradería de una militancia ciega. ¿Qué otra cosa comprueba la violenta agitación de las patotas argentinas, excrecencia de los llamados montoneros y que hoy mantienen el terror en los campos de fútbol? Ya no es la vulgata del Flaco la que habla sino el improperio canalla del matón en ciernes la que explota socialmente para convertir un espectáculo fraterno en delirio de caos y bajeza pues lo que busca este fascismo –tan presente hoy en el petrismo- es rebajar la condición humana a lo peor intentando demostrarnos que no es posible el individuo ni la libertad ni la alegría.
Mucho va de las dolidas vulgatas del tango y la milonga a los improperios de los gorilas descamisados que hacen alarde de sus fechorías, mucho va de las tristuras del Flaco en los arrabales de la Estación Villa a las patotas que hoy con el rostro encubierto enlodan el derecho consagrado a la genuina protesta social. La patota tal como lo demostró Juan José Sebreli representa el triunfo de la violencia tribal sobre los valores de la vida democrática.