La huida de casi mil personas, la mayoría mujeres y niños, que han buscado refugio en el municipio de Cáceres, Bajo Cauca antioqueño, reflejan las consecuencias de la desatención a las amenazas reales del posacuerdo.
La mezcla de disidencias de las Farc, el Eln, el clan del Golfo, cultivos ilícitos y minería ilegal, que en los últimos ocho años se ha consolidado en regiones como Tumaco, el sur del departamento del Cauca, el Catatumbo y el Bajo Cauca antioqueño, entre las más notadas, ha hecho trágica explosión en esta última subregión. Allí, las autoridades denuncian el aumento, en 225%, de los homicidios; un desesperado e incontrolable desplazamiento de campesinos e indígenas, y crecientes enfrentamientos entre las facciones criminales que se disputan las rentas criminales.
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El Bajo Cauca es uno de los territorios protagonistas del crecimiento de cultivos de coca en Antioquia, que entre 2015 y 2016 pasaron de 2.402 a 8.855 hectáreas, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en su informe de julio de 2017, el más reciente. Con el Nordeste, esta subregión es la zona de Antioquia en la que la extensión de la minería ilegal de oro tiene peores impactos poblacionales y sobre el ecosistema. Sumadas, las dos actividades son gasolina para las organizaciones criminales; minimizadas o subvaloradas -como lo han sido en los últimos años- son el sustento para la continuación del conflicto armado y la perpetuación de la inseguridad.
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Los enfrentamientos, denunciados por los habitantes que han tenido que refugiarse en urbes que apenas empiezan a recibir ayuda para darles alguna atención humanitaria, evidencian amenazas producto de la presencia del clan del Golfo, la fuerza de los disidentes de las Farc y el envalentonamiento de facciones del Eln, crecidas por la presencia de los farianos y la mínima actividad de la Fuerza Pública. Las víctimas principales de ese arreciar la violencia son los desplazados -800 según la ONU, casi 1.000 de acuerdo con la Gobernación, y cerca de 1.500 según el alcalde- que se refugian en la cabecera de Cáceres desde hace un mes, la mayoría de ellos mujeres y menores de edad senúes y afrodescendientes.
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Como si se buscara excusar la explosión por la que alertaron la Defensoría del Pueblo, la Ruta Pacífica de las Mujeres, y la ONU, en algunos medios de comunicación se insiste en la histórica conflictividad y presencia de las rentas criminales en el Bajo Cauca como causas de la emergencia que ha obligado a movilizar atención humanitaria y a plantearse la realización acciones militares de control. Por esa vieja conflictividad, y la inocultable presencia de rentas criminales, no hay explicaciones para que a la renuncia a la política de seguridad democrática no la hubiera seguido la construcción de un modelo que pudiera garantizar sus efectos en contención de las organizaciones criminales y sus negocios ilícitos. Mucho más si experiencias como las vividas en Guatemala y El Salvador señalaban los riesgos de que el posacuerdo no significara la conquista de la paz o la seguridad, sino el resurgir de la violencia.
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