Mientras algunos de ellos destruían a su antojo y en total impunidad bienes públicos y privados, miles de personas, de manera pacífica y espontánea, en acto colectivo gigantesco, hicieron sonar las cacerolas, lo que dejó en claro que protesta y violencia no se pueden seguir confundiendo
Para lograr los objetivos que se persiguen, tanto en el curso de la vida de cada individuo como en la competencia empresarial, en la política, en el ejercicio del poder o en la actividad pública, hay formas y procedimientos lícitos, legítimos, leales, éticos, justos. Pero también los hay ilícitos, ilegítimos, desleales, antiéticos e injustos. Los primeros son válidos. Los segundos no. Y se debe distinguir entre ellos.
Lo decimos a propósito de cuanto ha venido ocurriendo, particularmente antes, durante y después del paro convocado por varios sectores y llevado a cabo el jueves 21 de noviembre.
Que en Colombia existían y existen motivos para protestar, es evidente. En muchos aspectos. Pensemos nada más en la impotencia oficial ante los crímenes que se siguen cometiendo en distintas regiones contra líderes sociales, defensores de derechos humanos, indígenas y ex guerrilleros desmovilizados; en el hecho de haber ocultado al país el sacrificio de ocho, nueve o dieciocho niños –todavía no sabemos cuántos- en un bombardeo, sin principio alguno de precaución; en el desgobierno; en la errónea política económica, financiera y tributaria de la actual administración; en el incumplimiento de promesas de campaña; en el enfoque neoliberal sobre relaciones laborales y pensiones; en el inconstitucional Plan de Desarrollo; en sobretasas inequitativas; en el creciente desempleo; en las erráticas decisiones oficiales sobre ecología, medio ambiente y “fracking”; en las muchas modalidades de corrupción; en la inseguridad, para mencionar apenas algunas causas de justificada preocupación, frustración y descontento ciudadano.
Empero, durante los días previos al paro, el Ejecutivo Nacional se empeñó en sostener –contra la realidad- que no había motivo alguno para protestar, cuando, frente a las libertades de expresión, reunión y protesta –plasmadas en la Constitución y en los Tratados- su actitud y actividad no pueden ser otras que las de garantizar su libre ejercicio, preservando a la vez el orden público.
La multitudinaria protesta transcurrió en paz durante todo el día, hasta que grupos de encapuchados llegaron a sembrar el caos. Y, mientras algunos de ellos destruían a su antojo y en total impunidad bienes públicos y privados, miles de personas, de manera pacífica y espontánea, en acto colectivo gigantesco, hicieron sonar las cacerolas, lo que dejó en claro que protesta y violencia no se pueden seguir confundiendo, ni por el Gobierno, ni por los medios de comunicación: la ciudadanía ha protestado en paz, lícitamente, en ejercicio de sus derechos, y ha hecho saber -de manera pública y masiva- que no está feliz con el actual estado de cosas. Y los encapuchados –infiltrados que buscan desacreditar la protesta o conseguir con violencia objetivos políticos- no son sino delincuentes, que deberían ser capturados –no hemos visto que lo sean en todos los casos- y sometidos a proceso, sin ser dejados en libertad por los jueces, con el pretexto de que no hubo flagrancia.
El ciudadano del común, en acto legítimo, salió a las calles en un número muy superior al reconocido por el Gobierno. Los encapuchados, por su parte, delinquieron. Y quedó en evidencia que estamos ante fenómenos bien distintos: el evidente y mayoritario descontento expresado pacíficamente, y muy aparte, los enemigos de la sociedad y de la paz.
El Presidente Duque –creemos que lo hará- debe escuchar al pueblo que le habla pacíficamente, y dar un vuelco a su administración en muchos asuntos.