Símbolos, pequeñas historias y metáforas que emergen del cálido hogar
Se puede llevar la casa a cuestas, como el caracol, o como los gitanos. El linyera tiene como casa el camino, los andares continuos, el ir siempre, sin regreso. La casa está donde él está. Los que ya alcanzaron el estado de estacionamiento, de estancia, tienen en la casa una particular forma de ser y de estar. Han dejado atrás el nomadismo relativo. Porque puede ser que uno habite una casa por unos meses y luego otra y otra, la mudanza como una condición de inestabilidad; pero lo que permanece, en esencia, son los significados, los símbolos y representaciones que inspira y exhala la casa (sea esta móvil o estática). Más que una evocación del vientre materno, de una patente de sedentarismo, la casa es una manera muy eficaz del arraigo y de la protección.
Es un lugar (en todo caso, el concepto de no-lugar no le cabe) para el encuentro consigo mismo y con otros que son parte de su entorno (de su tótem y clan), es la primera patria. O, por qué no, la única. Ahí están los dioses, los más antiguos y los más recientes. Los rituales que evocan los tiempos del fuego y de las lluvias, de la caza y del sembrado, de la transformación de la naturaleza y la cultura. La casa como refugio en cada estación.
Pero la casa es más que un hospedaje y más que un cobijo. Toma la personalidad del habitante, que la ordena o desordena, que la limpia o ensucia, que hace en ella todo lo que tiene que ver con el mundo del adentro, con la resolución de necesidades, con el ejercicio de vivir y de invisibilizarse por un tiempo indeterminado (el de descanso, el del encuentro con los suyos) de lo que llamamos el afuera. La puerta, la ventana, la pared, el piso. Y las distribuciones diversas, una alcoba, dos o tres o cuatro, una sala, un vestíbulo, un cuarto o varios para bañarse, orinar, lavarse las manos, los tocadores, la cocina, el patio. Y si, como lo ha diseñado el período moderno de una arquitectura carcelaria y nada cordial, solo se tiene una pequeñez, que, sea como sea, cumple con la simbolización de lo doméstico. El domicilio.
Sí, porque la casa, es decir, el concepto que trasciende paredes y techos, está relacionado con las raíces, con lo que se denominan maneras de vivir y estar. La casa es una muralla infranqueable para los que son extraños a ella, que solo entran cuando se les invita (o porque son asaltantes o médicos o artesanos, el visitante casual o aquel que ha recibido autorización). Y así se erige la intimidad, la misma que puede conectarse con el dormir, el recrearse para dar rienda suelta a un gusto, con la hechura de tareas escolares o de otra índole, con el acostarse y levantarse y asearse…
La casa en todo caso no es una cárcel (así haya una modalidad penal que se denomina casa por cárcel) ni un panóptico ni un acondicionamiento para que el afuera se proyecte en ella, como trasladar la velocidad o lentitud de la ciudad o del campo al hogar, a ese ámbito que evoca fuegos añejos y la presencia de otros, la compañía. En su dominio se reza o se impreca, se calla o se palabrea, se encienden los sentimientos entrañables de estar bajo un techo, de poseer una defensa contra las intemperies y otros estados del tiempo.
Y hablando de contactos que en la casa tienen una dimensión especial, aunque se puedan hacer en otras coordenadas, la cópula, el dormir, el tener una cocina en la que pueden confluir viejas historias y olores a abuelas y a despensas de antes, el sentarse a meditar, o a leer, o a escuchar la radio o acostarse frente a una pantalla, suceden allí, en esa delimitación de muros, suelo, entradas, ventanales, y si se tiene la elemental arquitectura, que es simple y quizá por eso bella, el patio es una posibilidad única de tener el cielo en casa.
Puede ser de mil metros cuadrados o solo tener un salón con servicios y tales parámetros no afectan la esencia de la casa (y en el concepto cabe el apartamento, que, sin embargo, tiene otras características materiales): en ella se recogen milenarias formas de habitar. La casa con historia. Y que, sin contar de qué esté hecha, lo que se impone es la manera de la acogida, de la conexión con lo entrañable de estar en un lugar que puede ser amable (no siempre), y que es parte de una cultura, de formas de ser y relacionarse.
En la casa el hombre se sucede, transcurre, sueña, se enerva, se aquieta, y si bien son reacciones no propias del hogar, es en esa construcción —que va más allá de muebles y del inmueble mismo— donde están atravesadas y movidas por cierta libertad, opuesta a servidumbres y a artificios de sociedad. La casa es posada y tiene un extraño emparentamiento con las solidaridades, con los afectos transparentes, con la certeza de pertenecer a un territorio, a una fraternidad.
La pequeña historia personal, las primeras palabras, los desencuentros y las salutaciones son propias de la estación particular llamada casa. Nacimientos y muertes, adioses y bienvenidas, la palabra mamá, la palabra esposa, la hermandad suceden en esa especie de castillo sin almenas, sin foso, pero en el que habitan fantasmas y queridas presencias. Después de todo, la casa se lleva adentro, va con cada uno, es prolongación de los que ya no están.
Parafraseando al poeta alejandrino la casa va con cada uno, lo acompaña hasta la hora final, lo marca en los caminos, en los viajes, en el encuentro con otras soledades. Es una creadora de nostalgias y de memorias salubres e insalubres, o, como dijera Evaristo Carriego: “¡Caminito de nuestra casa! ¡Vieras con qué cariño te queremos!”.
Se lleve a cuestas, se vislumbre como una meta, o se conciba como un punto de partida, la casa, la del gitano, la del linyera, la del trashumante, así como la del hombre estacionario, es la posibilidad del encuentro con uno mismo y con paisajes y espacios que pueden estar más arriba del entejado y de los sabores y olores del desayuno.
PD. La emergencia del coronavirus ha vuelto a poner la casa en su lugar.