Hay en esa camarilla la firmeza y fría determinación del que lo apuesta todo y no vacila ante nada para mantener a raya a la oposición, cada vez que intenta hacerse valer.
Tal vez con excepción de Rusia y China, la mayor parte del mundo civilizado, y en especial el grueso de América Latina, no acaban de sorprenderse con lo que está pasando en Venezuela hoy, en el ciclo de Maduro. Que no es el de Chávez, quien embrujó al pueblo, en su estrato más bajo y primitivo, donde predomina el lumpen (inepto vulgo o gleba ignara, como la llamaba nuestra cultivada y exquisita aristocracia santafereña de entonces). El mismo Chávez, con sus trucos de prestidigitador, añadidos los petrodólares que a la sazón tanto abundaban. Maduro, en cambio, el sucesor, no tiene o tuvo ni lo uno ni lo otro, y a su conocida inepcia nativa le añade la corrupción que lo rodea. Tal la razón y motivos, suficientes para que las mayorías demostradas y renovadas en elecciones y demostraciones callejeras lo repudien.
Empero, a pesar del colapso, la crisis abismal y la penuria extendida, y sin remedio imaginable que padece la gente mientras la élite chavista engorda a ojos vistas, sin vergüenza alguna, sin inmutarse ante la censura global que la condena y sin temor al castigo o sanciones que la esperan cuando acabe su reinado, empero nos preguntamos ¿por qué no cae esa claque tan rechazada dentro y fuera? Pues porque no es tan minoritaria como parece, diría yo. Es inferior en volumen sí, como lo comprueban los comicios una y otra vez, pero esa inferioridad, su condición de irremediable minoría, la compensa con la organización, la disciplina y la cohesión de que (aún en las circunstancias más críticas y adversas, apelando a la violencia sin frenos, en la calle o en los calabozos, incluidas las matanzas colectivas) de que hace gala, desafiando al mundo. Hay en esa camarilla la firmeza y fría determinación del que lo apuesta todo y no vacila ante nada para mantener a raya a la oposición, cada vez que intenta hacerse valer.
Eso en alta medida es lo que la hace imbatible y le permite sobrevivir, además de la consolidación de una élite o una nueva clase, digámoslo así, opulenta y ya instalada, que reemplaza a la vieja plutocracia y que, casi hasta agotarlos, se guarda en sus insaciables faltriqueras los petrodólares cada vez más escasos que van ingresando al tesoro público.
Pero hay otra diferencia que define el resultado de cualquier confrontación que se libre, bien sea en las urnas, o al aire libre, entre ambos bandos: mientras el oficialismo se nuestra compacto y firme como una roca, siempre resuelto a saltarse las barreras de la ética y el derecho internacional, la oposición luce dispersa y fragmentada. Mientras los chavistas tienen un credo común, una ideología (cataloguemos como tal, en gracia de discusión, a las emociones y consignas que los emparentan, por incoherentes o temerarias que parezcan) sus contrarios obran como una coalición que se hace y se deshace, al conjuro de las vanidades, el interés personal o el humor de unos líderes que se desgastan más celándose y compitiendo entre ellos que combatiendo al régimen.
Y un factor más que juega a favor del gobierno es la lenidad que invade a sus personeros, propagándose como una epidemia a todos los niveles del Estado. La corrupción obra no sólo por codicia sino porque amarra a personajes, como Diosdado Cabello y similares, con lazos tan fuertes que no se rompen nunca dado que la complicidad en el reparto continuo de lo saqueado genera una solidaridad estrecha y forzada, semejante al “espíritu de cuerpo”. Los crimínales saben muy bien que al caer uno de ellos peligran todos, entonces arrinconan sus desacuerdos y optan por protegerse recíprocamente. El latrocinio y otros pecados afines amalgaman a sus beneficiarios. No es extraño que el asesino o quien se lucra hundido en el fango prefiera afrontar todo tipo de acechanzas, antes de que lo atrape la mano implacable de la justicia nacional, o de la internacional, qué raramente falla o aflojan.