No es el fin del mundo, es el final de una forma de ver, sentir y entender las cosas. Tampoco será el fin del neoliberalismo, sino su continuación por caminos más dolorosos para la humanidad, con menos derechos y más autoritarismo.
“2020 sorpréndeme”, repetían con euforia las redes sociales en diciembre y enero.
Y el 2020 sorprendió. A las pocas semanas de tan retadores mensajes, el nuevo año nos instaló en la tragedia provocada por el coronavirus. Hoy, pocas personas se atreverán a repetir esta invocación temeraria.
¡Cuántos sueños destruidos! ¡Cuántos planes desechos!, porque se impuso el azar y lo echó todo por tierra.
No todo volverá a ser como antes. El trabajo, la educación, el transporte, la diversión, los hábitos personales, la forma de relacionarnos, no serán iguales después del confinamiento. Algunas prácticas sociales cambian por razones de seguridad, pero también es cierto que la presión del encierro y la manipulación emocional dejan cicatrices.
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En el interior de cada persona se libra una feroz batalla entre las luces de la razón y las sombras del miedo. Navegamos en un océano de dudas y los faros lanzan señales intermitentes que confunden. Hay incertidumbre sobre la salud, el empleo, el mantenimiento de la capacidad adquisitiva y sobre la viabilidad de muchos negocios. En cuestión de tres meses de encierro obligatorio, vemos desaparecer empresas de muchos años y esfumarse inversiones y ahorros; sectores como la educación, el turismo, los restaurantes, el entretenimiento, el deporte, la educación física, el transporte, entre otros, están seriamente lesionados. Hoy preguntamos si la construcción de edificios de oficinas seguirá siendo rentable o si el teletrabajo y el trabajo remoto cambiarán la dinámica de este sector. ¿La gente conservará ahorros y ganas para adquirir vivienda o estas decisiones se aplazarán hasta que no haya nubarrones en el cielo?
La enfermedad, la crisis (económica y social), el hambre y la muerte, como jinetes apocalípticos, nos obligan a ser distintos. Nada será como antes, ni siquiera el futuro.
A título individual, hacemos promesas de cambio: buscar lo esencial, vivir con intensidad cada momento, despreciar lo fútil, ser sencillos y auténticos, valorar la familia, los amigos, la casa, el empleo y no dejar nada para mañana. Lo lógico es esperar que como sociedad actuemos en consonancia.
¿Cómo afrontar una crisis con tantos factores -de salud, económicos, sociales, ambientales, educativos- mezclados? Los proyectos personales tendrán que reconfigurarse y adaptarse a las nuevas circunstancias, nivelando por lo bajo las expectativas.
Lo principal será encontrar fórmulas para vencer el miedo o para convivir con él, porque ya se instaló entre nosotros. El miedo es como un mal inquilino: ninguna receta es eficaz para desahuciarlo.
No es el fin del mundo, es el final de una forma de ver, sentir y entender las cosas. Tampoco será el fin del neoliberalismo, sino su continuación por caminos más dolorosos para la humanidad, con menos derechos y más autoritarismo.
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Todo indica que la tempestad apenas comienza. Se agravan problemas como el afán de dominación por parte de las grandes potencias, el terrorismo, la migración, la amenaza de nuevas pandemias o enfermedades infecciosas resistentes a los medicamentos, y por encima de todos, el calentamiento global, la desigualdad y la superpoblación.
También existe el desafío de repensar muchas profesiones, unas se harán más necesarias y otras se volverán marginales, y de incorporar a más sectores la inteligencia artificial, la biotecnología y la neurotecnología. Se automatizarán los trabajos de talleres y oficinas y cantidad de actividades serán ejecutadas por máquinas. Ya lo reconoció algún gurú: “Los robots no se contagian” y eso para muchos empresarios es música celestial, aunque en la calle crezca el desempleo.