Es tan responsable quien dispara, como quien ordena hacerlo, así como quien a través de la estigmatización, justifica la barbarie.
En Colombia estamos viviendo dos pandemias simultáneas, la del covid-19 y la del asesinato masivo y sistemático de líderes sociales. Esta última y sin el propósito de entrar en debates cuantitativos, puede haber dejado desde la firma del acuerdo de paz en septiembre de 2016 hasta hoy, cerca de 800 personas asesinada (1). A la gravedad de esta situación, la cual no ha parado ni en medio de las medidas de confinamiento establecidas en el país en los últimos meses; se suma la indiferencia de la inmensa mayoría de la población colombiana, indolente e impasible ante esta tragedia colectiva. Una de las razones que explican esta conducta, es la construcción de una estigmatización sobre las víctimas, lo cual es una constante en las dinámicas de violencia política que hemos vivido como nación durante décadas, el estigma funciona como un mecanismo simbólico que justifica los crímenes y legitima que estos se perpetren.
En procesos de violencia masiva no sólo se requiere la organización de sistemas de violencia que se concretan en asesinatos, torturas, desapariciones, secuestros, violencia sexual y masacres, entre otras, sino que se precisa construir un mecanismo simbólico de etiquetamiento que cumple varias funciones. En primer lugar, busca excluir a las víctimas del sentido de que hacen parte de la comunidad mayoritaria, por eso, se les rotula con calificativos que los excluyen del nosotros, los convierte en “ellos”, los externos, los foráneos, los que no son como nosotros, que nos amenazan y que, por tal razón, luego de ser etiquetados, se justifica su eliminación.
Así mismo, el estigma traslada la carga de la culpa hacia quienes sufren el rigor de la violencia. El calificativo busca convertirlos en sospechosos o directamente responsables, de la violencia de la cual son objeto. Se basa en la atribución de adjetivos que los asocian con delincuentes, terroristas, bandidos, enemigos de nuestra civilización, animales, entre otros, todo lo cual justifica su eliminación.
Además, el estigma exculpa a los victimarios, pues estos solo están cumpliendo el imperativo de la sociedad mayoritaria de “limpiar”, eliminar a aquellos que constituyen una población que amenaza el orden social. Este proceso de estigmatización divide tajantemente a la sociedad entre nosotros, los buenos, entre los cuales los limpiadores son una parte necesaria que debe hacer un papel imprescindible, enfrentados a los malos, ellos, que deben ser eliminados.
Cuando se miran las redes sociales o las secciones de comentarios a las noticias en que se informa del asesinato de líderes sociales, abundan las entradas de quienes justifican estos crímenes, porque son narcotraficantes, guerrilleros, terroristas o disidentes. Hace pocos días, el 6 de junio, fue asesinado en zona rural de Ituango Camilo Sucerquia Durango, de 15 años de edad, hijo de una excombatiente de las Farc en proceso de reincorporación y habitantes de la vereda Quebrada del Medio, junto a Camilo, fueron asesinados Carlos Barrera de 17 años y William Pérez, de 48 años, conductor de un vehículo de transporte veredal. Algunos “comentaristas” celebraron esta muerte con el argumento de que era “un bandidito menos”.
Si la sociedad colombiana aspira a dejar atrás décadas de violencia y barbarie debe avanzar en su reconstrucción ética. Es tan responsable quien dispara, como quien ordena hacerlo, así como quien, a través de la estigmatización, justifica la barbarie.
(1) http://hacemosmemoria.org/2020/02/26/desde-la-firma-del-acuerdo-de-paz-han-sido-asesinados-565-lideres-sociales/ Según el portal www.hacemosmemoria.org eran 556 desde septiembre de 2016 hasta febrero de 2020.