La suerte del infractor importa poco debido al desconocimiento generalizado de la ciudadanía acerca del andamiaje legal con que cuenta Colombia.
Hace menos de un mes, con frialdad y destreza insospechadas, ingresó a una licorería, mató con el arma que llevaba a dos adultos e hirió a un tercero. El autor había cumplido 14 años en diciembre pasado y según confesión propia, llevaba en su haber otros 10 asesinatos.
Aquí y en cualquier lugar, semejante hecho no hace menos que encender alarmas en varias direcciones. En primer lugar, las inevitables y lógicas preguntas sobre la historia del niño, su familia, barrio, colegio (si lo tuvo) y de los que hicieron de él en una herramienta de muerte.
El reclamo casi automático fue, encierren y castiguen al sicario, independientemente de su corta edad. Suele ser la reacción frente a hechos semejantes. La sociedad se siente indefensa, casi de inmediato asume que corre riesgo y, por lo tanto, demanda mano dura. Inevitable también que aparecieran los fantasmas de la época más negra de Medellín cuando el narcotráfico regó una cultura mafiosa que aún no se extingue.
La suerte del infractor importa poco debido al desconocimiento generalizado de la ciudadanía acerca del andamiaje legal con que cuenta Colombia. Una legislación nutrida de amplia experiencia internacional, respetuosa de la condición humana y los derechos de los jóvenes, convencida de que la lucha por su recuperación es preferible al simple castigo que se agota en su ineficacia y el inútil deseo de venganza colectiva.
El Código de la infancia y la adolescencia aprobado en 2006, a diferencia de otras legislaciones latinoamericanas, se caracteriza porque integra en su contenido tanto los derechos fundamentales de los menores de edad (salud, educación, protección) como las responsabilidades del Estado, la sociedad y la familia, cuando niños y adolescentes cometen actos delictivos.
¿Cuál es la ventaja? Deja claro que, en la medida en que se resguarden los derechos esenciales, sus posibilidades de ingresar a las filas del delito, siendo manipulados por organizaciones de delincuentes, se reducirán considerablemente. Abrir la ventana de las oportunidades siempre será mejor que sólo el castigo.
Cuando ocurren asesinatos de esta índole ¿acaso sus autores no provienen, casi sin excepción, de los barrios pobres de nuestras ciudades? Aquellos donde el descuido familiar, la pobreza de la educación, la inseguridad y la ausencia de opciones, son común denominador.
Una de las tragedias contemporáneas de nuestros países es que sintieron que habían hecho la tarea aprobando leyes avanzadas para proteger y promover los derechos de la niñez, pero se olvidaron de que el verdadero compromiso era llevarlas a la práctica.
El artículo 1 del Código colombiano dice que su finalidad es “garantizar a los niños, a las niñas y a los adolescentes su pleno y armonioso desarrollo para que crezcan en el seno de la familia y de la comunidad, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión”. Qué lejos está de esta solemne e incumplida sentencia la vida del niño que segó la vida de dos adultos en una tienda del barrio Santa Lucía de Medellín.
Lo otro que sucede casi simultáneamente es el reclamo para que se rebaje la edad de imputabilidad penal de 18 a 16 años o menos, como si ese fuera el remedio faltante, cuando hay suficiente evidencia de que no lo es. Sólo la reducción de la edad penal no resuelve nada. Si esa es la cuestión ¿hasta qué edad habría que descender? Esa lógica condujo al absurdo brasileño de fines del siglo XIX que redujo la edad hasta los 9 años.
Que este hecho trágico sirva no sólo para que resuene el clamor por el castigo sino también para enfatizar el compromiso del Estado con todas las generaciones de colombianos de hacer realidad sus derechos básicos y garantizar tanto la correcta aplicación de las medidas socio educativas como el correcto funcionamiento del sistema de justicia especializado para adolescentes y jóvenes.