Los peores artífices del narcoestado son los políticos que se lucran espléndidamente apoyándolo, los magistrados prevaricadores que lo favorecen con sus sentencias, y los comunicadores que mienten al país.
Reconocerlo es doloroso. Colombia está en camino de convertirse en un narcoestado. En parte de su territorio ya lo es. Buena parte de su legislación y de sus tribunales están infiltradas eficazmente por los promotores del narcoestado.
Estos se dividen en varias categorías. Desde luego, los que siembran y los que recogen no pueden rechazarlo. Hasta ahora son pequeños productores y raspachines, base popular y electoral, determinante en las zonas productoras.
La cadena continúa con los que acopian las cosechas, montan laboratorios y producen la cocaína para comercializarla, antes en el exterior y ahora también en el interior. Se les conoce como carteles y mafias, organizaciones armadas que no lograron el pleno control territorial.
Por esa razón, después de enfrentamientos resolvieron, con la mejor lógica comercial, asociarse con sus antagonistas, las guerrillas. Estas, inicialmente, veían en los narcóticos y psicotrópicos armas de guerra contra el imperialismo americano, pero posteriormente han llegado a convertirse en confiables socios de los carteles, nacionales y mexicanos, derivando los ingresos monumentales que les permitieron mantener miles de hombres y contribuir al sostenimiento de sus “principales”, es decir el gobierno de La Habana.
Los anteriores actores del negocio son, en mayor o menor grado, delincuentes. Pero los peores artífices del narcoestado son los políticos que se lucran espléndidamente apoyándolo, los magistrados prevaricadores que lo favorecen con sus sentencias, y los comunicadores que mienten al país para hacer creer que los acuerdos con la narcoguerrilla han traído la paz.
La conjunción de todos esos esfuerzos explica la permanencia de los “acuerdos” con las Farc, rechazados plebiscitaria y electoralmente por el pueblo e impuestos de manera fraudulenta. Tenemos, entonces, una “supraconstitución”. Entonces, si el presidente fuese amigo, la revolución estaría a la vuelta de la esquina; y si no lo fuese, apenas podría retardarla… que es lo que ocurrirá, si los “acuerdos” y su “implementación” siguen “vigentes” contra la expresión mayoritaria de la nación y contra todos los principios jurídicos de la democracia.
Nadie duda de la voluntad del presidente Duque de combatir la industria del narcotráfico —desde la siembra hasta el consumo—, pero el ordenamiento vigente le exige respetar los cultivos permitidos de hasta 3.5 hectáreas; cumplir los “convenios” con millares de cultivadores comprometidos a “erradicar” manualmente (lo que quieran y al ritmo que quieran), mientras los capos ocupan curules y el aparato judicial no permite modificar, reformar o derogar siquiera un inciso de las 312 páginas de la supraconstitución y de los centenares de leyes y decretos que atan las manos del gobierno, como hemos visto en el asunto de las seis pichurrias objeciones a la bien extensa y perversa ley de la JEP.
La Corte Constitucional, además, impide la fumigación aérea con el mismo glifosato con el que se combaten las plagas de las hortalizas que comemos todos los colombianos, incluyendo a los magistrados.
El contubernio con las narcoguerrillas (en hibernación legislativa o en disidencia productiva), explica fabulosos ingresos presupuestales para el Secretariado, dietas opulentas, magistraturas al por mayor, proficuos contratos de “servicios” para raposas jurídicas y profesores universitarios, y para todo el elenco político-mediático que sustenta la intangibilidad y el estricto cumplimiento del “acuerdo final”.
A los actores nacionales no solo se suman los sentimentales izquierdistas del mundo, sino los que ahora se conocen como influencers, encabezados por George Soros y sus fundaciones, proveedores de cuantiosos recursos monetarios para el funcionamiento de ONG “altruistas”, periodistas fletados, “estudios” amañados y pseudocientíficos, para justificar todos los sofismas legales que nutren los manifiestos electorales o que se copian en las ponencias legislativas y judiciales…
Tras de la legalización de las drogas psicotrópicas viene un blanqueo inmenso de capitales y el establecimiento de industrias que pueden convertir a sus promotores en los hombres más ricos del planeta. Recorriendo esa ruta hay dinero de sobra para tantos. Las fronteras entre esa promoción y el crimen transnacional organizado son tenues.
Si el frente ideológico está tan bien financiado, no lo está menos el frente político (Farc, Eln, PCC, compañeros de ruta e idiotas útiles), que anhelan una revolución dentro de un nuevo alineamiento político mundial que la haría posible.
Desde luego, en un artículo apenas pueden esbozarse los principales asuntos. Basta entonces con pensar en las consecuencias políticas de una Colombia donde el narcoestado alcance las dimensiones que tiene en países como Myanmar, Afganistán o Venezuela, convertida en base económica y bélica dentro de la constelación China-Rusia-Irán-Cuba y satélites, que se va enfrentando cada vez más directamente al Imperio Americano, minado por la droga.
China, por su parte, jamás olvidará cómo con las guerras del opio fue envilecida y subyugada por el Imperio Británico, que se enriquecía con ese tráfico indigno. La droga, entonces, seguirá jugando como una de las armas para el dominio del mundo.
En esa constelación, el Foro de Sao Paulo y las Farc, aunque secundarios, son actores bien importantes, pero Colombia se desentiende también del factor geopolítico detrás de ese grupo tan hábil como peligroso, fanático y teleguiado, decidido a la conquista del poder, mientras la resistencia, sin recursos económicos, mediáticos ni legales, con dirección política escasa e intermitente, está enfrentada en lucha desigual con los nuevos y grandes poderes fácticos que avanzan en el país, bien coordinados por un estado mayor permanente, infatigable y clandestino.