Los jóvenes tienen derecho a soñar, pero también a conocer la verdad. Mientras tanto, sigue la formación de profesionales para un mercado laboral inexistente.
La educación es un derecho regulado por el Estado. Así lo señala el artículo 67 de la Constitución Política de Colombia.
¿Puede el Estado decidir lo que una persona debe estudiar?
Los regímenes democráticos no lo hacen, pero establecen calificaciones mínimas para acceder a las carreras universitarias (lo que llaman Selectividad), una metodología parecida a los promedios del Icfes en Colombia, que perdieron aplicación en la educación privada y valían como requisito adicional en la universidad pública.
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¿Es adecuado y pertinente decirle a una persona qué debe estudiar y qué no?
Muchas veces, a lo largo de mis 23 años como profesor me he planteado este dilema. Todas las personas debemos respetar el derecho que tiene cada ciudadano a definir su proyecto de vida (Artículo 16 de la Constitución) y a escoger libremente profesión u oficio (Artículo 26 de la Constitución).
¿Cuál puede ser la solución? En una balanza se pueden poner las cifras de un mercado profesional saturado, los infames salarios que se ofrecen a los recién egresados y la competencia feroz por cada vacante que resulta de vez en cuando. En el otro plato de la balanza se ponen los esfuerzos y las expectativas que tiene cada persona y cada familia. El resultado es de valoración personal, pero en un análisis del contexto, se hace mucha fuerza y se desea que cada historia tenga una continuidad feliz.
A la gente no se le puede impedir que estudie, si lo desea hacer. Ni se le puede coaccionar para que elija una carrera determinada, porque cualquier presión o insinuación es contraria la libertad de elegir, propia del concepto de dignidad humana.
Cuando repito este argumento también pienso en la enorme crisis social que se esconde detrás del desempleo y del subempleo juvenil y profesional. Pienso en el día después del grado, con la resaca de la celebración y una enorme presión social y familiar para conseguir un puesto de trabajo, para empezar a pagar las deudas que deja una carrera profesional en Colombia y para demostrarse a sí mismo que valía la pena el esfuerzo realizado.
Se repite con frecuencia que los jóvenes de hoy son la generación mejor preparada en la historia de la humanidad, pero viven en peores condiciones que sus padres.
En Colombia el mercado laboral es muy estrecho y el embudo es más delgado todavía. Somos una sociedad desigual. A la enorme concentración de la riqueza y el poder se suma una marcada diferencia de clases, que, aunque se trata de disimular siempre se le ven las costuras. En el sector privado los cargos se asignan por apellidos y/o rango social. En estas circunstancias, a la clase media profesional le queda la opción de la política, con la turbiedad que le es propia y con los procedimientos “non sanctos” que se denuncian con frecuencia. O si no, queda el camino del “emprendimiento”, que es como tratar de escalar el Everest descalzo y con gripa, desafiando la falta de apoyo estatal, el laberinto de trámites oficiales, la estrechez del mercado y el aguacero de impuestos que debe pagar todo aquel que se atreve a crear empresa.
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Pasa el tiempo y el grave problema humano, social y económico del desempleo y el subempleo profesional crece a pasos agigantados, sin que ninguna de las entidades del Estado ni las universidades tomen cartas en el asunto para buscar soluciones. La ley de formalización del empleo (Ley 1429 de 2010) y la ley del primer empleo (Ley 1780 de 2016) sirven para lo que sirven las leyes en Colombia: hacer titulares y guardar en los archivos. Mientras tanto, sigue la formación de profesionales para un mercado laboral inexistente.