La mitad por lo menos de las curules del Senado están ocupadas por parientes de quienes les antecedieron
El sello de rastacuera, pseudoaristocrática, que lleva en la piel la sociedad colombiana se nos revela cabalmente en la transmisión del poder político que aquí se acostumbra, por vía de herencia entre padres e hijos y, faltando estos, entre cónyuges o hermanos. La mitad por lo menos de las curules del Senado están ocupadas por parientes de quienes les antecedieron. Sabemos que cuando en el litoral Caribe un parlamentario se jubila, fallece o es inhabilitado, o privado de la libertad, lo reemplaza sin falta la viuda o el vástago. Esa costumbre se ha extendido al país entero. Es raro que la familia en cuestión pierda el privilegio de que los honores y chanfainas permanezcan adentro y se transfieran entre sus integrantes. Tan habituado está el país a ello que en los foros democráticos, la prensa y las redes sociales nadie se queja, pues dichas sinecuras son como los derechos de sangre de la vieja España, que no se discutían. Como parte del patrimonio familiar pasan a reparto al desaparecer el patriarca, que entre nosotros suele ser a la vez el cacique o gamonal político de la comarca. El primer turno entonces para disfrutar la chanfaina u ocupar la curul le corresponde al que muestre más vocación, y al faltar éste ella se traslada a otro miembro de la ilustre familia, que en todo funciona como un clan.
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La cadena abarca todas las preeminencias : concejalías, alcaldías, gobernaciones, senadurías y la misma presidencia del país. Tan arraigado está el fenómeno que no hay municipio donde no haya siquiera un cabildante que no sea el hijo o pariente escogido del que ya desocupó la silla. La propia jefatura del Estado, repito, solo por excepción aquí la ocupa alguien que no sea el descendiente de quien inició la dinastía. Mutatis mutandi, ocurre lo mismo que con las monarquías europeas supérstites. Y las de antes. Esta práctica consuetudinaria se llama “delfinazgo”, viene del Viejo Mundo y aquí lo replicamos desde el inicio de la república, pese a lo pintoresco y estrafalario que resulta en un país tan levantisco, mulato y tropical como el nuestro. Guardando el respeto debido, hay aquí apellidos que ya son emblemáticos de ello. Ospina, por ejemplo, que en solo un siglo aportó 3 presidentes dentro de la misma zaga. Diríase que con solo llevar tan ilustre apellido, desde su nacimiento ya eran candidatos presidenciales , y a la fija ganadores. Virtualmente predestinados a ello, si ellos así lo disponían.
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Eso nos llegó de la Francia prerrevolucionaria, donde al heredero del cetro lo apodaban “el delfín”. Animalito marino caracterizado por su elegancia y donosura, pero al que, la verdad sea dicha, no se le conocía ninguna otra virtud relevante. Y a nosotros nos fue peor al respecto: ocurrió algunas veces que nuestro delfín humano no tenía siquiera la gracia de su modelo animal, para no mencionar otros atributos mínimos, de los que se exigen a un futuro monarca o mandatario. Lo cual casi nunca se comprueba o constata, así sea por elemental precaución. Si bien el agraciado a veces merece el don del delfinazgo, como en los casos recientes de Alfonso López Michelsen o Álvaro Gómez, conocidos por su brillo y sapiencia, también puede resultarnos un personajillo como Andrés Pastrana, el de la proverbial silla vacía, quien jamás logró entender ni su destino ni la responsabilidad (u oportunidad) que la suerte le ofrecía. Se nos agota el espacio y continuaremos luego estas notas sobre las vergüenzas, extravíos y desventuras a que nos condena nuestra idiosincrasia de nación que no acaba de aprender y moldearse.