Horror y simbologías En la colonia penitenciaria, un desasosegador cuento de Franz Kafka
En 1914, un año de desgracia en Europa, Franz Kafka se comprometió a fines de mayo con la señorita Felice Bauer (otras tres mujeres importantes en su vida sentimental fueron Milena Jesenská, Grete Bloch y Dora Diamont) y, de paso, inició la escritura de El proceso. Ese año, en el que estalla la gran conflagración mundial, la Gran Guerra, de la que, al principio y en sus preámbulos, creían algunos que solo se trataba de una “aventura”, como un “juego de niños” o un experimento de corta duración, fue un enorme desastre. No solo por la ingente cantidad de muertos, sobre todo jóvenes, sino que se erigió como un suceso que dio al traste con la potestad de la razón.
Esa confrontación, que siguió al asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria, tuvo en sus frentes (oriental y occidental) una hecatombe de jóvenes de todos lados de una Europa que ya mostraba síntomas de decadencia. El escritor alemán Ernst Jünger (participó en las dos guerras), se enroló como voluntario, a los 19 años, cuando comenzó el conflicto. Todo su animoso afán era “vivir aventuras que lo liberasen de la monotonía del abotonado mundo burgués que lo ahogaba”, como lo insinúa en sus diarios. Las trincheras, la tierra de nadie, los combates, eran para él un “espectáculo”.
Muchos jóvenes de entonces, debido también a la mentalidad de la época, creían que una guerra era una suerte de “deportividad”, de la que se podía participar por “simple placer”. Para el historiador inglés Eric Hobsbawm, el siglo XX corto se inició con la horrible conflagración y se terminó con la Perestroika rusa, en la década de los ochenta. Aquella guerra, de la que han quedado infinidad de testimonios literarios, poéticos, históricos y de diversas naturalezas, marcó como si fuera un estigma la historia humana y, al concluir, se trató de una especie de tensionante pausa. Porque la que vendría sería peor.
Estos apuntes rápidos para decir que, en medio de la devastación, el escritor checo, de lengua alemana, escribiría en 1915 un electrizante relato, una narración sobre una máquina asesina y, sobre todo, acerca de la humillación a la condición humana en una colonia penitenciaria. Un escrito sobre la tortura, sobre el insulto al proceso judicial, sobre una alevosía contra los derechos del habeas corpus. Una historia que puede dejar al lector aterrado y conmovido. En la colonia penitenciaria, un lugar que no se sabe con exactitud dónde es (solo se dice que es en el trópico), un Estado sin nombre, es la anticipación de lo que el siglo XX tiene reservado en un inmenso catálogo de horrores del hombre contra el hombre.
En plena guerra, Kafka crea una especie de pesadilla en una isla, adobada con sangre, con dolores y con la presencia inaudita de una máquina de muerte, sí, de muerte lenta, como si el aparato mismo se deleitara con su manera de cumplir con la sentencia. De llevar a cabo la pena que se le ha impuesto a un culpable. ¿Culpable de qué? Puede ser culpable por no “honrar a sus superiores”, una actitud que se dio y se sigue dando en las filas militares.
Cabeza de Kafka, escultura del artista checo David ?erný, obra de 11 metros de altura, integrada por 42 paneles rotatorios.
¿Qué es la culpa?, puede ser uno de los interrogantes que surja durante la lectura de esta maravilla de obra, que perturba, que nos coloca en una posición de reflexión frente a los significados de la condición humana, de la libertad y de la opresión. ¿Quién está encargado de señalar a otro como culpable? La historia, que empieza con la presencia de un visitante, de un investigador extranjero, alguien que puede tener cierto fuero o inmunidad en aquella isla desconocida, es un recorrido por los significados del castigo, de lo punible, del poder que en este caso se delega sobre una espantosa máquina de tres niveles, la encargada (¿por quién?) de implantar “justicia”. Que es otra categoría cuestionada en el relato: ¿Qué es en últimas la justicia?
El “aparato peculiar” puede causar, por qué no, una extraña admiración (el visitante en todo caso así la siente) en el que la ve, y claro, el lector es uno de los que pueden apreciar la máquina en toda su dimensión aparatosa y, a su vez, de causante no solo de dolor, sino de muerte. Una máquina a la que se le puede dar la “orden” de qué hacer con el condenado. Y lo más gravoso y pesado: puede escribir sobre el cuerpo del desdichado ser que ha sido allí atado con cadenas, con una mordaza asquerosa en su boca, con una sensación de desconcierto sobre lo que le va a acontecer.
En el cuento se pueden establecer diversas relaciones de poder. El condenado, sin voz, sin posibilidad de ninguna defensa, sin proceso, hecho una piltrafa, adquiere una actitud de despojo, de inutilidad, de no tener ninguna forma de reacción ni de rebeldía. Es un vencido, aunque no se da cuenta de que así lo es. Puede tener, como bien lo advierte el narrador, un aspecto “perrunamente sumiso”. No es dueño de ninguna voluntad, ni de conciencia, ni de nada. Está perdido. Y parece no enterarse de su desgraciada condición.
La máquina es un espectáculo. Así como lo que hace. Y en eso Kafka sigue siendo un anticipador. Una suerte de profeta. Porque el siglo XX tendrá no solo como una de sus fases y características la elevación de casi todo a la categoría de espectáculo (es el siglo de Hollywood, pero, al mismo tiempo, de los campos de concentración, de los trenes que van con miles de víctimas hacia el exterminio, del deporte y la política que se unen como en el caso del fascismo, como en el de Hitler y su propaganda, en fin), sino que la muerte y otras desolaciones también pueden hacer parte de la farándula, de una cultura de circo y pan, como en la antigua Roma.
En el relato habrá un personaje ausente-presente, al que hay que tener siempre en cuenta: el comandante, el mismo que iba a presenciar la condena en la máquina con sus señoras. ¿Quién era aquel que podía propiciarse la condición de tener varias señoras? ¿Un todopoderoso? ¿Un dictador? De cualquier forma, era un sujeto con mucho poder, con toda la “autoridad” para definir y decidir sobre la vida y la muerte del otro. Y muerto aquel, su reemplazo es un enamorado de la máquina. El que recibe la visita del viajero extranjero y le va explicando los mecanismos del aparato, es un tipo que pudiera hacer el amor con esa creación macabra. Pudiera sentir todo un clímax sexual con los movimientos y estructura de ese dispositivo singular y miedoso.
En la colonia penitenciaria, escrito en tercera persona y de modo lineal, y que da prioridad a la presencia acuciante del oficial (sucesor del comandante en cuanto a la relación con la máquina), que está, según se observe, alienado por el artilugio fatal, permite el relato hacer toda una teorización sobre los conceptos de justicia, de punibilidad, de delito, en fin, y, al mismo tiempo, acerca de la arbitrariedad. Hay, al parecer, una autoridad intocable, un poder inextricable, que parece omnímodo. Es un presagio de dictaduras y autoritarismos.
El convicto, el condenado, el oprobiado por una seudojusticia, es alguien que no puede tener defensa. Está vencido en todos los aspectos. No tiene la palabra, de la que se le ha despojado sin que él sea consciente del asalto. Es un enajenado. El oficial, por su parte, es, si bien un alucinado por la máquina, un tipo que mantiene con esta una relación amorosa, erótica, de libidinoso fetiche y tal vez enfermiza. Y, después de todo, de las soluciones inesperadas que tendrá el relato, se pudiera pensar, o al menos intuir, que hubo, en su conexión con el artefacto, y en una especie de condición de la derrota, una actitud suicida.
Kafka torna en este relato deslumbrador a mostrar la inutilidad aparente de ciertas luchas, pero que, como sucede, por ejemplo, en El buitre, hay una resignación dinámica, una actitud de aparente indiferencia ante la desventura, pero que, en últimas, siempre se podrá tener, en la lejanía quizá, una lucecita de esperanza, o, en otro sentido, de oposición, de resistencia. Tal vez, como lo dirá Hemingway después, “el hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.
“La culpa siempre es indudable”, se dice en la colonia. Hay una acusación contra la cual no hay modo de refutación, de defensa, de repulsa. A la víctima se le acusó y listo. Es la autoridad, o quién dice tenerla, quien define, quien traza el destino del acusado. Y, dentro de esa extraña lógica, la máquina es la que dirimirá el asunto de la purga, del castigo. Y el condenado, durante doce horas de estar atado a aquel “diabólico” ingenio, podrá leer a través de sus heridas por qué se le ha decretado tal pena y cuál ha sido su falta.
En la obra hay una lucha, que se va haciendo evidente en la medida en que se avanza en el cuento: las ejecuciones que allí, en la colonia, se practican, van quedando sin partidarios. Y entonces, qué kafkiana condición, no es el preso o el condenado quien se manifieste contra su situación miserable, sino el oficial, el encargado de la administración de “justicia”. Él es quien está atristado, desilusionado, porque ya no es posible una ejecución espectacular, con niños en primera fila, con espectadores a granel, y ya no hay, parece, quién defienda esa práctica.
“¡Cómo eran de distintas las ejecuciones en otros tiempos! Un día antes de la ejecución el valle estaba lleno de gente; todos venían sólo para mirar; temprano por la mañana el comandante aparecía acompañado por sus señoras; fanfarrias despertaban todo el campamento…”, le cuenta el oficial al visitante y, más adelante, le dice que para cada ejecución a la máquina se le ponían nuevos repuestos. Pese a todo, el cuento es una revelación, una profecía, una advertencia tremenda sobre lo que vendrá. Cosas peores —puede ser el presagio— esperaban a la humanidad. Y llegaron, como bien lo ha mostrado la historia.
Los albores del siglo XX trajeron, entre otras vanguardias, el futurismo, un movimiento que se declaró adorador de la velocidad y de la máquina. El automóvil, las carreras, los nuevos ritmos, los obnubilaron hasta la exacerbación de los sentidos y de la razón. En sus declaraciones, cuyo manifiesto fundamental de 1909 lo redactó el italiano Filippo Tommaso Marinetti, no solo afirmaban que del pasado nada era digno de conservarse, sino que tenían la máquina como un sucedáneo de la deidad. Quizá Kafka, en su relato, haya hecho toda una demostración en contra de la máquina y su uso alienador. Tal vez este relato sea parte de una contracorriente, de una crítica.
Y puede ser que para oponerse a las máquinas del “progreso”, a las que habían introducido cambios radicales en la velocidad, las que acabaron con los ritmos lentos, el escritor opusiera un artificio destinado a la tortura (un antiguo método, incluidos los de la Inquisición), al tormento, con la introducción de una novedad: una máquina que, con agujas, escribe sobre el cuerpo, con una lentitud no solo pasmosa sino agobiante y mortal.
Kafka prefiguró los campos de exterminio, las tropelías sin límite de los poderosos, de los que llegaron más tarde, en un siglo de paradojas y de tanta sangre derramada. En un siglo en el que se impuso la sinrazón de la guerra. En la colonia penitenciaria es un relato maestro que alimenta la perplejidad y, de nuevo, nos pone en evidencia los atropellos de ayer, de hoy y quizá de mañana contra la dignidad humana.
P.D. Nota a propósito de la Tertulia Literaria, en la BPP, sobre este relato de Kafka. Enero 31 de 2020.