El mandatario se autoconvierte en príncipe y el mandante, en casi un súbdito, sin más poder que el de la queja, que pocos escuchan y nadie atiende.
En teoría, en la democracia el poder lo ejerce el pueblo a través de sus representantes, pero conserva el poder constituyente, no lo cede. En la práctica, el ciudadano transfiere el poder al representante, se despoja de esta facultad durante un largo período –los cuatro años que dura el mandato de un presidente o el período de un cuerpo legislativo- y no tiene luego capacidad de recuperarlo. Por eso, a la larga, los papeles se invierten, el mandatario se autoconvierte en príncipe y el mandante, en casi un súbdito, sin más poder que el de la queja, que pocos escuchan y nadie atiende.
Es una extraña forma de vivir la democracia, pero en esto ha degenerado en este país el sistema de gobierno más extendido en el mundo, por falta de cultura ciudadana y por el desinterés en la política que siente más del 50 por ciento de la población electoralmente capacitada para ejercer el derecho al voto, pero minuciosamente desprovista de interés y entusiasmo por una clase gobernante altamente interesada en no tener competencia.
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Algunos políticos entienden que la política es el arte de gobernar bien, otros –muchos- creen que es el arte de engañar y dedican más tiempo a refinar las fórmulas del engaño y de la trampa al elector que en buscar soluciones concretas y eficaces a los problemas que, día tras día, año tras año, agobian a la mayoría de ciudadanos.
En Colombia, los funcionarios públicos no pueden hacer proselitismo político, aunque muchos lo hacen, unos solapadamente, otros descaradamente porque saben que la Ley no los toca ya que la impunidad es un privilegio reservado a los elegidos.
Pero como la norma existe, porque no ha sido derogada, así no se cumpla, incurren en falta grave quienes utilizan el poder público para presionar o engañar al elector.
Es lo que sucede con las tristemente famosas vallas donde aparece el alcalde con un candidato a sucederle. Durante muchas semanas, las vallas permanecieron “adornando” el paisaje urbano sin que el candidato dijera que no eran suyas ni el alcalde desautorizara la inclusión de su foto y su nombre en ellas. La permanencia de las vallas en el espacio público era una afirmación de la existencia del consentimiento mutuo.
Consumada la falta e iniciada, al parecer, “la investigación de rigor” –que a nada llegará- el candidato sale a decir que la valla no es suya y que la puso un particular que no conoce y, encima, sin permiso de la dependencia respectiva de la propia Alcaldía (si no los castigan por la mentira, que los sancionen por negligencia o falta de cuidado).
Obviamente, ese es un cuento chino. Pero ofende que quienes así se expresan crean que la gente es tonta y les va a creer. Aceptemos que la política es el arte de engañar, pero hasta para eso hay que ser inteligentes.