El Estado muestra una incapacidad mayúscula para cristalizar en realidades los beneficios de haberse dado la pela al sentarse a concertar la desaparición de la guerrilla más vieja del mundo
La crisis institucional en Colombia tocó fondo en 2017. Hasta hace muy poco, la debacle se concentraba en el aparato legislativo amarrada al descredito de la política y los partidos. En las encuestas de favorabilidad el Congreso estaba a la zaga, solitario al lado de la dirigencia de las estructuras ilegales, guerrilla o paramilitares. Hoy, la inoperancia y el descredito arropan a los otros órganos del poder público, el ejecutivo y el judicial. El Gobierno Nacional se asustó con el cuero después de matar el tigre de las Farc mediante la negociación política, cristalizada en un acuerdo que es admirado en el ámbito internacional hasta el punto de permitirle al presidente un Premio Nobel de paz, porque adentro, predomina el escepticismo en un sector significativo de la población que se resiste a considerar la convivencia como un gana gana de los actores antes enfrentados en los escenarios de batalla, con un saldo de 8 millones de pobladores como víctimas.
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El error de cálculo que tuvo Santos al convocar un plebiscito por el SI o el NO, sin considerar los riesgos, a pesar de tener entre sus manos un inequívoco mandato popular resultado de la última elección presidencial donde ganó con la propuesta de la paz en contra del guerrerismo del candidato del CD, marcó la suerte del proceso. Hoy la paz trasiega un camino de espinas e incertidumbres. A pesar de los significativos logros en la implementación de los acuerdos contraídos, el Estado muestra una incapacidad mayúscula para cristalizar en realidades los beneficios de haberse dado la pela al sentarse a concertar la desaparición de la guerrilla más vieja del mundo, y con ella avanzar en la superación del degradado conflicto armado colombiano.
Santos no pudo demostrar que era un buen jugador de póker. Desde cuando sobrealimentó en su gobierno a Vargas Lleras con la chequera pública a sabiendas de su postura adversa a la gran apuesta por la paz; o estimuló la designación de Ordoñez para un segundo periodo como procurador conociendo sus estrafalarias posiciones; o minimizó la protesta social con aquella frase de que “el tal paro agrario no existe” con medio país paralizado; o candidatizó un magistrado para la Corte constitucional contrario a los acuerdos, lo mismo a su jefa jurídica de la Presidencia para tener que declararse impedida al momento de votar por cualquier asunto cercano a lo suscrito con la guerrilla; no hablemos de la postulación que hizo del Fiscal. Su ministro de Defensa intenta restar gravedad a las muertes ya cuantiosas de líderes sociales, al reducir los homicidios a simples “asuntos de faldas” o querellas, y Santos sigue dubitando.
El poder judicial está en veremos. La toga era un símbolo de respeto, hoy es de corrupción. Han sido tantas las manzanas podridas surgidas de los distintos órganos de administración de justicia, que la apreciación general es que la enfermedad no tiene remedio. Odebrecht y el cartel de la toga, los dos más grandes escándalos de corrupción, transversalizan todo el Estado llegando hasta las barbas del presidente y del Fiscal general. En Colombia la gente se expresa mediante los sondeos y las encuestas. El voto no es un instrumento legítimo de premio o de castigo. Siempre vuelven los mismos con las mismas.
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La tragedia de Colombia es que, con ese panorama de descomposición tan evidente y tenebroso, no hay una oposición capaz de usufructuarla, desde la derecha o la izquierda. El Centro democrático es un partido preso de paradigmas fundamentalistas que no le permite convocar a las mayorías nacionales. Y la izquierda no ve la luz al fondo del túnel porque su dirigencia prefiere ganar las escaramuzas entre sí, en lugar de mirar hacia adelante. La derecha y la izquierda no despegan la mirada del pasado.