Con honestidad reconoce Fallaci que Europa tiene una deuda impagable con los Estados Unidos, país que a fuego y con la sangre de miles de norteamericanos, los liberó del totalitarismo hitleriano.
Al finalizar su obra Oriana Fallaci se entrevista a sí misma la autora encontró necesario ampliar sus ideas en un “post-scriptum”, páginas finales, a las que tituló El Apocalipsis. Allí se expresa de nuevo el genio extraordinario de la italiana, su vigoroso pensamiento aún en sus últimos meses de vida, con un deseo infinito de comunicar, de hacer presencia, de manifestar la originalidad y la potencia de sus ideas, sin renunciar a sus hondas convicciones y apreciaciones sobre la vida y sobre lo que ella, como otros autores, entienden como el declive cultural, sociológico, intelectual, moral y geopolítico de Europa, reducida a una Eurabia en la cual pronto prevalecerá el totalitarismo del Islam en su radical confusión de teocracia que controla férreamente todos los aspectos de la vida y que y no separa –nunca lo ha hecho desde el inicio de la historia del profeta- las esferas de lo religioso y lo político. Para Fallaci la cuestión es clara: no existe “Islam moderado”; el lenguaje políticamente correcto de una Europa que niega sus raíces cristianas se doblega ante la imposición del Corán, incluidas las sentencias a muerte y la estrategia de los “martirios” que el terror ha venido imponiendo en el mundo. Arafat, Bin Laden, Jomeini, Husein, los innumerables actos individuales o colectivos cometidos por los asesinos reclutados y entrenado por sus líderes han impuesto el terror en occidente, casi acostumbrado a las noticias esporádicas sobre estos hechos: “…un buen musulmán no puede ser moderado. No puede aceptar el Estado de Derecho, la libertad, la democracia, nuestra Constitución, nuestras leyes. El Islam moderado no existe”. Para sustentar tan dura afirmación la italiana enumera listas interminables de acciones que con claridad el mundo sabe son acciones terroristas. Se remontan hacia atrás en los siglos, incluyendo las invasiones del imperio Otomano. Todas estas enumeraciones contrastan con el silencio selectivo y políticamente correcto de la mayoría de los líderes occidentales europeos quienes queriendo quedar bien con las mayorías, pretenden hacerse pasar como moderados, progresistas y tolerantes, permaneciendo mudos cuando se trata de reconocer el hecho de la invasión islámica en unas naciones adicionalmente caracterizadas por el fenómeno del “suicidio demográfico”. En Europa se desgarra la estructura familiar tradicional, no nacen niños, la gente no quiere tener hijos con miles de disculpas, y algunos de los que se tienen lo hacen por medio de la intervención comercial-tecnológica en una pasión inverosímil por convertir el hijo en un producto del supermercado, de los deseos comerciales o de las aplicaciones inicuas de la tecnología reproductiva veterinaria contratada ahora por “usuarios-clientes” que al hacerlo se inventan un supuesto “derecho al hijo”, así sea dentro del activismo de la ideología de género: úteros alquilados, parejas de homosexuales que pretenden ser nuevas formas de familia, eugenesia a la carta, en fin…
Con honestidad reconoce Fallaci que Europa tiene una deuda impagable con los Estados Unidos, país que a fuego y con la sangre de miles de norteamericanos, los liberó del totalitarismo hitleriano, aunque los sectores comunistas de la postguerra hubieran querido negar esa verdad histórica. La “political correctness” de todos los colores, arcoíris, rojo-verde (hay que recordar que ideológicamente rojo y verde equivalen, son casi lo mismo, algo de Green Peace, mucho de Marx), incluso liberales o conservadores, insiste en no querer ver la realidad: como nación los Estados Unidos sí ha permanecido fiel a lo largo de las décadas del siglo XX a los valores esenciales de la democracia. Y esto les ha costado muchísimo. “¿No es siempre a ellos a los que acudimos cuando los necesitamos? ¿No son siempre ellos los que van a morir por los demás? Por nosotros ya murieron dos veces, comenzando por la primera guerra mundial…”
La valiente italiana Oriana Fallaci nunca renuncia a sus convicciones, a su amor a Toscana, a su condición occidental. No levanta una bandera blanca; siempre se compromete a fondo con lo que escribe, con lo que piensa. Y los conceptos de Oriana Fallaci tienen una sólida relación con la realidad del mundo del siglo XX, de la cual es también protagonista de primera fila.