La metodología restrictiva de la educación que todavía se emplea en los salones de clase proviene directamente de la escolástica, una escuela filosófica que se generalizó en la Edad Media.
Hay una frase dolorosa, que se repite con frecuencia: “Estamos formando profesionales para el siglo 21 con metodologías del siglo 19”.
Formamos a las generaciones presentes para un tiempo que no existe y no existirá cuando los estudiantes que hoy están en las aulas salgan al mercado laboral a ejercer como profesionales y como ciudadanos.
La metodología restrictiva de la educación que todavía se emplea en los salones de clase proviene directamente de la escolástica, una escuela filosófica que se generalizó en la Edad Media y cuyas maneras pedagógicas nuestras instituciones educativas se niegan a sepultar. El propósito de los escolásticos no era conocer hechos nuevos ni crearlos, sino integrar el conocimiento existente con origen en la filosofía griega y el cristianismo.
Eso es lo que muchas veces se hace en el salón de clase: recopilar hechos y anécdotas sobre un tema o un autor, tratar de introducirles a los estudiantes las teorías existentes sobre una materia o un área del conocimiento, para que ellos se las aprendan de memoria, negándoles la oportunidad de experimentar, razonar y deducir por cuenta propia.
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Antes y ahora, la educación se basa en la memorización: de definiciones, de fechas, de acontecimientos, de personajes, pero sin contexto, deshilvanadas, sin relaciones entre sí, sin análisis crítico. ¿Cómo estudiamos la historia de Colombia? Como si el país fuera una isla solitaria en el mundo. Por ejemplo: la historia del bachillerato enseña que doña Javiera Londoño liberó a los esclavos, pero no dice cuáles eran las condiciones del país en ese momento y por qué todavía había esclavos en Colombia. ¿Cómo estudiamos las teorías? Como conceptos únicos e incontrovertibles, que parecen surgidos del azar o por generación espontánea. Cuando en bachillerato nos hablaron del Renacimiento, solo lo situaron en Italia y cuando se habló de la Revolución Francesa no se dijo nada de lo que sucedía en el mundo circundante. Hoy en el bachillerato no se habla de estas cosas. Los estudiantes salen al ruedo con los ojos vendados.
Las denuncias de Freire sobre la educación bancaria siguen tan vigentes como el día cuando escribió el libro. Seguimos encerrados en un aula con tiza y tablero, mientras afuera la innovación se impone. Las naciones del primer mundo todos los días muestran avances tecnológicos, mientras la gente se empieza a identificar con el iris o la pupila, mientras China no solo cultiva legumbres en la cara oculta de la Luna sino que identifica a sus habitantes por la forma de caminar y a cada uno le asigna un código, los vehículos sin conductor están en la puerta del horno, y con el Internet de las cosas se producen corazones, piernas y prototipos. Dentro de pocos años, cada persona podrá tener el mapa de su genoma y nosotros seguimos dando clase entre cuatro paredes, lejos del mundo real.
¿Cuánto más nos vamos a demorar para entender que el mundo real es muy distinto al mundo de los salones de clase? Si cada día no avanzamos siquiera un paso, perdemos el tren de la historia.