Mientras no sean más que postulados abstractos y deletéreos insertos en la Constitución, no fastidian la existencia
La implementación del acuerdo de La Habana avanza, a marchas forzadas, pero avanza. Con sus incumplimientos, tropezones y hasta discordancias con el meollo del susodicho acuerdo, no está sucediendo, sin embargo, lo que presagiaban voces muy optimistas, o muy escépticas, según como se mire, en el sentido de que, en las altas cortes o en el “fast track” del Congreso, naufragarían fatalmente sus cláusulas centrales, las más controvertidas. Y se mellarían sus peores, más urticantes aristas, para tranquilidad de quienes en el Establecimiento se sienten amenazados no tanto en el futuro (siempre lejano e incierto) sino a la vuelta de unos meses, o mañana mismo quizás.
El diablo está en los detalles, reza el adagio, y los detalles son lo inmediato, lo que nos acecha hoy. Las minucias aparentes, que es donde duele la ejecución de todo cambio, o modo de actuar nuevo que se adopte. Igual ocurre con las normas superiores que rigen nuestra vida en sociedad: mientras no sean más que postulados abstractos y deletéreos insertos en la Constitución, no fastidian la existencia ni afectan el diario vivir del ciudadano corriente y conforme. Pero cuando se reglamentan o “implementan” mediante leyes o decretos que las desarrollan y disponen su aplicación, ahí sí lastiman e incomodan.
La Carta Magna en Colombia y en cualquier otro país del hemisferio siempre será un compendio de buenas intenciones y nobles ideales. Una colección de impecables enunciados donde se resume ejemplarmente toda la racionalidad alcanzada por el hombre a este lado de la civilización, que es el Occidente judeocristiano. Pero inténtese aplicar esos enunciados, o aplicar el armisticio logrado en Cuba, y se tropezará con un muro. Como en el caso, por ejemplo, de la ley agraria, frente a la cual reaccionan los hacendados y ganaderos que se creen, o se saben amenazados, o los campesinos desposeídos que sueñan con labrar su propia parcela asistidos y amparados por el Estado, como lo manda toda reforma agraria, no digamos socialista sino apenas “democráticoburguesa”, que así la llaman, esta vez apropiadamente, los criptomarxistas criollos sobrevivientes del desastre de Cuba y Venezuela como modelo a seguir.
El tema rural a que aludo es solo una muestra de lo incierto y arduo de una implementación cuando se desciende de lo abstracto a lo concreto, de lo genérico a lo particular en lo relativo a la paz pactada y ahora glorificada, acaso con razón. Hay otros temas igual de críticos, que rozan intereses adscritos a la fuerza pública. Y al aparato judicial que, por cierto, hoy obra como el más poderoso del Estado a fuerza de arrogarse atribuciones propias de los otros dos, el legislativo y el ejecutivo.
Fuerza es resignarse. Con la paz se repite el melodrama de la Constitución: es un bello texto, signado por el ensueño y la utopía, síntesis de la Arcadia anhelada, escrito para ángeles, según Victor Hugo (no importa a cuál Carta se refería él, pues todas son igual de platónicas). Esperemos que afloje la resistencia que lo de La Habana suscita en sectores sociales y políticos que, a la hora de la verdad, nunca ceden de buen grado en sus prerrogativas ancestrales. Y que afloje también la resistencia de sectores de la propia guerrilla inconformes con lo acordado, pues les daña las suculentas rentas del narcotráfico, la minería ilegal y el secuestro a que siguen aferrados. Ya continuaremos, amable lector, con estas notas.