La política colombiana está polarizada actualmente entre los partidarios de esos dos libros
En mayo de 2011 Iván Duque Escobar, con su habitual y generoso autógrafo, puso en mis manos el que sería su último libro, Nicolás Maquiavelo, semblanza documental. Acabo de releer ese ágil volumen de 143 páginas, que traza la trayectoria vital del personaje; analiza el contenido, el método de El príncipe y su estilo literario; se detiene en la llamada “razón de Estado” (aquello de que el fin justifica los medios); no olvida los otros y numerosos escritos del florentino; y, en fin, recoge sus máximas y reglas para el gobierno y la guerra.
Este excelente libro, digno de reedición, se cierra con las opiniones de algunos grandes escritores que a lo largo de los siglos se han ocupado de ese controvertido pensador, cuya resonancia nunca ha decaído.
Como alumno de los jesuitas cuando la Compañía era católica, floreciente, ortodoxa y por lo tanto enemiga de Maquiavelo, siempre me pareció abominable su amoral pragmatismo. Sin embargo, a escondidas leí El príncipe, obra incluida en el Índice, en una edición con las cínicas anotaciones y comentarios del cadete Buonaparte, quien pondría en práctica todos los perversos consejos del secretario de Cesar Borgia, quien luego superaría al magnate florentino, porque su imperio fue incomparablemente mayor, aunque deleznable y efímero, porque la política, liberada de la moral, sin duda alguna permite el rápido ascenso de los audaces, pero no les asegura su permanente éxito, como lo indica la aterradora caída que habría de experimentar el propio Napoleón; y recientemente, Alan García, a quien el autor, como amigo, le dedica el libro. Extraña simpatía entre él y el peruano, porque Iván Duque, habilísimo operador, sin embargo, fue pulquérrimo servidor del Estado.
Ahora bien, nadie puede negar la permanente influencia de El príncipe sobre tantos actores políticos en todo el mundo y en todos los tiempos, y en Colombia, especialmente en la izquierda, aunque alguien me advierte que los políticos no siempre necesitan leer ese libro para seguir la sinuosa senda de la picardía, el engaño, el disimulo, la hipocresía y la traición, en pos del poder y de su disfrute personal…
A pesar de lo que acabo de decir, mi rechazo visceral del maquiavelismo no me impide reconocer los elementos ambiguos en sus escritos, que, leídos aisladamente, parecen hasta las reflexiones de un moralista, además de reflejar imprescriptibles observaciones sobre la Realpolitik.
Volviendo a Colombia, pienso que El príncipe es el manual favorito del elenco político, pero en la práctica hay muchos tratando de contrarrestar sus perversos efectos con la influencia de otro libro, Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie, manual sobre las actitudes corteses y hábiles que hacen simpática a la gente. Como método de relaciones públicas, este último no ha sido superado y es la más conveniente y efectiva lectura para todo adolescente, pero escasamente puede conducir al establecimiento de amistades profundas y duraderas, porque es bien dudoso que, con amabilidad, generosidad y buenos modales, se pueda transformar a chacales en corderos, o que, con gestos cordiales, los peores enemigos se conviertan en amigos verdaderos y confiables o en opositores objetivos y respetuosos.
La política colombiana está polarizada actualmente entre los partidarios de esos dos libros. ¿Hasta dónde la respuesta a las aviesas sugerencias del primero puede darse eficazmente con buenas maneras y elevados principios?
A finales de 1916, un ministro del zar cavilaba sobre cuál sería el resultado de la confrontación entre los incansables y fanáticos revolucionarios y los paralíticos ministros del gobierno, pregunta que no quiero hacerme en la Colombia actual.