Eran otros hombres y otros tiempos, donde en la cúpula se imponían la versación y el brillo para controvertir y razonar, ateniéndose siempre a un ideario que empezaba a remozarse con la socialdemocracia europea
Dado lo acaecido el domingo pasado todos ahora coinciden en dar por muerto al partido Liberal. Y así parece, en efecto: de esa agrupación como que apenas queda el esqueleto, tan escoriado que resulta difícil recogerlo para dale sepultura. Cabe constatar, sin embargo: dicho insuceso no sorprende tanto como el hecho de que tal colectividad no hubiera desaparecido antes, que su agonía hubiera tardado tanto. En este partido centenario, casi tan longevo como la patria , la decadencia que anuncia el final de toda agrupación se inició con el Frente Nacional hace 6 décadas. Ahí se incubó la postración, en ese régimen estrambótico, no conocido en ninguna otra latitud y experimentado aquí a modo de terapia, lenta y paciente, contra la célebre Violencia anterior, ya larvada, y de la cual el Liberalismo no fue culpable, en cuanto a que no la desencadenó, sino fue víctima. Y debió, sin embargo, pagar la mayor cuota de sacrificio, como lo fue renunciar al derecho que le daba su probada, inalterable mayoría, de gobernar a solas sin tener que compartir por mitades el timón, el manejo del gobierno y los turnos, con la misma sempiterna minoría que había desatado desde arriba la cruenta confrontación aludida, cuya cancelación se buscaba a cualquier costo.
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Mal que bien, comparativamente, la política que a la sazón se practicaba, era un ejercicio sano y fecundo, de juego limpio, de sana confrontación de corrientes opuestas, con protagonistas, en la orilla liberal, del calibre de Alberto y Carlos Lleras, Alfonso López Michelsen , y del rigor y claridad de un Virgilio Barco. Eran otros hombres y otros tiempos, donde en la cúpula se imponían la versación y el brillo para controvertir y razonar, ateniéndose siempre a un ideario que empezaba a remozarse con la socialdemocracia europea, en contraposición al fatídico “neoliberalismo” de raíz norteamericana que ya despuntaba en el horizonte. El propósito que guiaba a los protagonistas y oficiantes de la política era el de servir a su bandera y a su credo, más nunca el de reptar en provecho propio, como lo hicieron luego y lo hacen ahora los zascandiles de la política, a veces tan logrados en su afán de medrar y escalar que alcanzan la cima incluso. En su desesperado arribismo son idénticos a Rastignac, el personaje de Balzac, que ahora abunda tanto en nuestro país, asolado por la mediocridad .
Por aquellas calendas la política se hacía argumentando, en franca lid, y no acudiendo a trapisondas, cálculos de tahúr y zalamerías. Por encima del servil palafrenero y el lagarto sin criterio primaba el dirigente que alumbraba con su actuar. En las regiones o departamentos, por ejemplo, este partido, el liberal, y los otros también, llegó a administrarse como una hacienda de pequeños gamonales rurales venidos a más, ahora regados como plaga por todo el país. Pero más atrás, repito, lo guiaban con su ejemplo y sus luces conductores de la talla de Ricardo Uribe Escobar, para no mencionar sino al más legendario en la Antioquia de entonces.
En fin, que la catástrofe del partido Liberal no es tan difícil explicársela acudiendo a la raíz del mal. Lo corriente era canjear votos por puestos. Al pequeño líder en la vereda se le seducía con menudas canonjías y no con la guía y la asistencia debidas. Quien hacía las viciosas ofertas era el cacique regional, que así aseguraba cómo perpetuarse en su curul. Quien contaminaba entonces (así no fuera muy consciente de ello, o creyendo obrar de buena fe) era él, que tenía para ofrecer. Pero a él también lo contaminaban desde Bogotá, donde le agenciaban sus cupos o cuotas burocráticas, dentro de lo que al comienzo el presidente Valencia llamó “milimetría”. La militancia se transformó pues en clientela. Quien patentó este modeló o, mejor dicho, quien introdujo el vicio al país, traído sin saberlo de la misma Calabria y Sicilia italianas de los padrinos y sus mafias, fue Turbay Ayala, dicho sea, con respeto, pero con franqueza, a quien nunca se le conoció una idea o planteamiento novedoso. Turbayismo se volvió sinónimo de clientelismo. Turbay inició esa práctica malsana, reclutando caciques regionales, en calidad de cacique mayor de la tribu, a la par que arrinconando figuras cimeras como Carlos Lleras.
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Pese a reveses electorales tan dramáticos como el que acaba de darse, fuerza es reconocer que en Colombia hay más liberalismo que partido, Y cuando digo liberalismo hablo de ideología, visión del mundo , vocación y talante. Intentaremos demostrarlo en próxima ocasión.