Las sabidurías de la población campesina necesitan ser visibles en el currículo para que el tejido social del campo le encuentre sentido al hecho de educarse.
Mucho se ha dicho en el ámbito educativo sobre habernos quedado en los “qué” sin resolver el tránsito a unos “cómo” pertinentes, que den respuesta a las necesidades de la diversidad de comunidades educativas en el país. No obstante, parece que sobre los qué no hay ni una mirada compartida ni consensos claros.
Todavía, las preguntas sobre el ser humano que estamos formando, los ciudadanos que necesita Colombia y el tipo de relaciones de convivencia para la paz que queremos, tienen respuestas muy alejadas en la vivencia cotidiana de la escuela y de nuestras formas de ser y estar en este país.
Aceptar la diferencia más allá de tolerarla y dialogar abierta y pacíficamente con alguien que piensa distinto a nuestra forma de configurar la realidad, es un desafío que nos convoca de nuevo a volver sobre qué queremos que nos acerque en la distancia que hay entre el deber ser del discurso sin contexto, al ejercicio consensuado de los derechos y la corresponsabilidad de su cumplimiento para todos.
Son demasiados los juicios, etiquetas u opiniones que hemos puesto sobre la mesa sin decantar las necesidades insatisfechas subyacentes, Suponemos que el deber ser es suficiente y a eso hemos llamado los qué de la educación. De nuevo, nos hemos limitado a los argumentos eficientistas de las pruebas, que son un indicador necesario, pero no el único, para valorar qué se aprende y para qué se aprende.
Hace un par de semanas, en el Foro Educativo Nacional, que puso foco en un asunto que el país ha tenido pendiente por años, -la mirada hacia las ruralidades- aparecía una y otra vez la “obviedad” de que los qué están más allá de las técnicas y los procedimientos, están en el tipo de relaciones e interacciones que tienen un grupo de seres humanos en el contexto de su territorio. Están dados por una concepción de desarrollo íntimamente ligada al aprendizaje que da la relación con la tierra, con su uso y, sobre todo, con su cuidado.
Las sabidurías de la población campesina necesitan ser visibles en el currículo para que el tejido social del campo le encuentre sentido al hecho de educarse y que un niño, niña o joven puedan leer el contexto en el texto de su territorio. Esto ayudaría a evitar los altos niveles de deserción.
En este sentido, la riqueza de las experiencias presentadas en el Foro Educativo Nacional evidenció distintas formas de interpretar la realidad y de proponer caminos creativos para apuestas pedagógicas cercanas a esa relación humana con la tierra. En mi percepción de las distintas experiencias, encontré varios factores comunes: maestros y maestras enamorados de lo que hacen, la mayoría en medio de condiciones muy adversas; propuestas que tienen como marco el pensamiento sistémico, crítico y creativo, que involucran un alto nivel de participación de la comunidad en la que se encuentran; propuestas que tienen una mirada compartida de quienes la realizan, de lo que quieren y para qué lo quieren.
Cabe a esta altura preguntarse si el referente de cierre de brechas es el “avance” en las zonas urbanas, pues muchos de los actores de la ruralidad no ven en ese “otro” territorio urbano un horizonte que sirva de norte claro. Tal vez se requiere mirar con más agudeza la construcción de las propias identidades rurales, sus dinámicas, sus potencialidades de desarrollo y su dimensión, y promover la conciencia de que es ahí, en el campo colombiano, donde se puede sembrar y cultivar con más fuerza la paz que nos merecemos.