Los fines básicos del derecho penal y el poder coercitivo o sancionatorio del Estado, es resarcir el daño causado, prevenir el delito y resocializar al infractor.
Uno de los asuntos que más preocupa hoy al pueblo colombiano es la forma como la sociedad afronta el dilema formado por la relación existe entre este importante binomio: los delitos y las penas. Una sociedad organizada y con un buen nivel de civilización –como la nuestra- tiene que saber asumir los lastres resultantes de su proceso productivo, la complejidad de sus relaciones de producción bajo el imperio del capitalismo económico que nos rige, lo cual exige indudablemente un Estado fuerte, capaz de regular dichas relaciones y mantener el orden requerido para poder garantizar los derechos y las libertades –individuales y/o colectivas- que se han dado para cumplir con los servicios y prestaciones que el Estado debe a sus ciudadanos.
El verdadero propósito filosófico y político del sentido de la pena o -mejor- del fin de las sanciones penales, es que el poder represivo del Estado no solamente es para sancionar al infractor de las normas o a quienes cometen delitos, sino que la sanción debe cumplir esencialmente un fin social, reivindicador de los valores y principios que rigen las relaciones humanas. La pena en una sociedad democrática y liberal –como la nuestra- debe también y fundamentalmente ejercerse para prevenir o disuadir a las demás personas sobre el entendido de que delinquir no es ética ni moralmente bueno y, por lo tanto, no se debe incurrir en violaciones al deber ser legal; pues ello va en contravía del orden socialmente establecido, el cual -a su vez- es la razón principal de ser del Estado democrático y social de derecho que nos rige. Es decir; la sociedad es la encargada al interior de la institucionalidad de ir encuadrando y/o tipificando cuales de los comportamientos humanos son o no socialmente aceptados, para disponer cuándo y cómo un actuar o un comportamiento individual se puede convertir en un delito o en una conducta antisocial.
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En Colombia, con todo respeto, hemos cometido muchos errores al respecto. Mientras que el comportamiento socialmente reprochado crece y se fortalece; pues las conductas delincuenciales se van multiplicando y sofisticando con mayores grados de complejidad y fuerza, las sanciones se han venido atenuando y debilitando, hasta el grado de que su relación con la sanción es inversamente proporcional al deber ser jurídico. Es decir, una sanción debiera ser directamente proporcional a la magnitud del delito o del daño social que se hace con la conducta criminal que se quiere sancionar con la asignación de una pena. Pero la verdad es que a pesar de los esfuerzos para lograrlo no resulta ser así, pues en nuestro país –extrañamente- mientras los delitos se acentúan, crecen –inclusive a niveles inimaginables de crueldad y barbarie- las penas no se endurecen, no se acentúan ni se aplican en la proporción al daño causado. En nuestro sistema penal –acusatorio- hay una incomprensible propensión a favorecer al que infringe las normas, sin atender a la gravedad integral del comportamiento criminal reprochado. El juicio de valores realizado al momento de la aplicación del derecho penal orientado a sancionar al infractor, se esfuerza más por atender a los principios que favorecen al individuo agresor que a su víctima (y a la sociedad) a cuyo costo corrió el hecho o comportamiento delictual. Los fines básicos del derecho penal y el poder coercitivo o sancionatorio del Estado, es resarcir el daño causado, prevenir el delito y resocializar al infractor.
La pena no se aplica exclusivamente para sancionar delincuentes, la sanción debe ser esencialmente resocializante de aquellos que incurren en conducta criminal. También debe tener carácter preventivo, especialmente en el entorno social que pueda estar propenso a la comisión de este tipo de conductas. Además, el reproche –pena- que una sociedad aplica a quien infrinja sus normas, debe también cumplir con fines de carácter reivindicatorio y/o resarcitorio de los daños que eventualmente dichos comportamientos causan al conglomerado social e institucional que los padece.
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Pero –digámoslo con toda sinceridad- en nuestra maltrecha patria se han dejado de lado muchos de estos principios y valores y cuando se logra procesar o judicializar (si es que se logra, porque lo cierto es que muchas de las conductas delincuenciales no logran llegar a esta etapa, por lo cual quedan totalmente impunes. Esto es, sin ninguna sanción), no se atiende al infractor con atención irrestricta a la gravedad del hecho generador del daño causado, sino que se le tiene en cuenta una gran cantidad de atenuantes, beneficios y favorecimientos que, en honor a la verdad, en nada son consecuentes con las funciones y fines que se deben considerar al momento de revisar y sopesar una conducta eventualmente dañina o criminal frente a la norma y sanción que se le debe aplicar a tal comportamiento.
Ello infortunadamente, hay que reconocerlo, ha venido degradando en grado sumo la Justicia, la legitimidad y autonomía institucional de los órganos judiciales y ha causado una gran cantidad de dificultades al Estado y la sociedad, tales como: la justicia privada o por mano propia, pérdida de credibilidad en el sistema penal, desconfianza en las autoridades, especialmente judiciales y políticas, abriendo una inmensa brecha de impunidad que crece y multiplica sin control las distintas expresiones del delito y la criminalidad.