Las exigencias de la Ocde son resistidas por quienes se ven directamente afectados pero también por quienes indirectamente se benefician de una sociedad premoderna
La Ocde (Organización para la cooperación y el desarrollo económico) a la cual fue admitida Colombia después de pasar rigurosos exámenes de admisión, es una especie de agencia no gubernamental creada para certificar y legitimar a los países que cumplan estándares de calidad basados en el principio al mismo tiempo capitalista y liberal según el cual el progreso económico es necesario para mantener las libertades individuales y mejorar el bienestar general. Y viceversa. O sea que sin progreso económico capitalista no habría posibilidad de asegurar las tres generaciones de derechos propias del liberalismo moderno (individuales, sociales, económicos, culturales, colectivos y del medio ambiente) y sin el cumplimiento de estos derechos tampoco habría progreso económico capitalista.
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Colombia entra a la Ocde muy tiesa y muy maja pero con el fundillo roto. En efecto, cumple estándares macroeconómicos exigidos por la globalización capitalista porque tiene un Banco de la República poderoso, una regla fiscal eficiente en sus controles y una política fiscal prudente incluso en épocas de afugias. Pero es uno de los países más desiguales e informales del mundo y con altísimas tasas de ilegalidad. El actual gobierno colombiano ha hecho grandes esfuerzos para adecuar el marco jurídico interno a las exigencias de la Ocde y ha desplegado un gran activismo diplomático externo para mostrar que, además de legislación adecuada, hay muy buena voluntad para implementar políticas públicas que permitan cumplir en progreso sostenido con las medidas exigidas por la Ocde en educación, infraestructura, empleo, régimen laboral, ciencia, tecnología e innovación, medio ambiente, desarrollo industrial, desarrollo agrícola industrial, seguridad, bienestar social, protección de la libre competencia y, en fin… todos los sectores de la relación entre economía, estado y sociedad.
Me refiero en particular a la exigencia de que un desarrollo agrícola moderno que incorpore ciencia y tecnología para producir más y mejor con menos, sea prioridad porque la producción agrícola industrializada impacta positivamente el PIB, alivia la pobreza en las zonas rurales que es la más alta del país y evita el desplazamiento de la pobreza hacia las ciudades. Para ello habría que saltar el escollo de la gran cantidad de tierra improductiva o de baja producción que tiene Colombia actualmente y que exige la implementación de una figura jurídica que permita que bienes amortizados pasen al Estado como bienes públicos y luego se puedan vender a particulares para que la propiedad acumulada en “manos muertas”, es decir ociosas o improductivas, generen riqueza para el Estado y la sociedad o que bienes amortizados que siendo del Estado sean vendidos para ese fin.
Desde el siglo XVI pero con especial auge en los siglos XVIII y XIX se usó una figura que en parte estuvo dirigida a ese fin y en parte para refinanciar monarquías en quiebra, que se denominó “Desamortización de bienes de manos muertas” que tuvo gran auge en la España de esos siglos y en México y Colombia durante el siglo XIX implementada por gobiernos liberales y en medio de enfebrecidas disputas entre religión y política porque terminó en expropiación de bienes eclesiásticos y cierre de conventos, hospicios e iglesias y en expulsión de órdenes religiosas.
Las exigencias de la Ocde son resistidas por quienes se ven directamente afectados pero también por quienes indirectamente se benefician de una sociedad premoderna con costumbres tan arraigadas que parecen naturales. Y por ello traigo a colación a los “sopistas”. Se llamaba “sopa boba” a un sencillísimo y simple alimento que desde el medioevo se acostumbraba dispensar por caridad a los más pobres en las puertas de los conventos como alivio para el hambre. A los beneficiarios de este manjar de lázaro se les conocía como “sopistas”. No pocas veces esta caritativa dádiva terminó alcahueteando a quienes, habiendo gastado su mesada o salario en menesteres casquivanos, se regodeaban con la vianda compitiendo con los mendigos. No sé si aún existen los sopistas, pero sí los aguapaneleros y yo mismo fui sopista de un programa de comedor comunitario de la Universidad donde estudié. Misericordia que agradecí como estudiante de provincia, escaso de reales. Había dos clases de sopistas, los genuinamente necesitados y los truhanes. Pues bien, ocurrió que con la desamortización de bienes de manos muertas se perjudicaron los sopistas porque cerrados o vendidos los conventos donde se repartía la sopa no disfrutaron del maná ni aquellos, ni estos.
Los sopistas de hoy, posiblemente perjudicados por la Ocde, serán los subsidiados bien sea bajo la genuina modalidad de la discriminación positiva que exige tratar de manera desigual a los desiguales como lo exige la implementación de los derechos sociales y económicos o bien sea los sopistas en la modalidad de los que al no pagar impuesto por la improductividad de sus bienes muertos y al no cumplir con las normas de contratación laboral modernas, resultan subsidiados por el Estado, es decir, por la sociedad. Por eso hay dos clases de capitalismo: el modernizante y liberal, y el premoderno y conservador.