Se reconoce que hay un avance en plantear estos escenarios; sin embargo, estos deben seguir transitando, de la consulta y la validación, a la verdadera participación.
Andrea Parra Triana*
Los acuerdos de La Habana retoman la necesidad planteada, desde la Constitución Política de 1991, de contar con mecanismos de participación que le permitan a la ciudadanía organizarse y establecer diálogos legítimos con el Estado. Coherente con este enfoque, el Gobierno ha venido convocando a la construcción participativa de planes y proyectos en los ámbitos nacional y territorial; ejemplo de ello son los Pdet (Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial), que se están consolidando en las 16 regiones priorizadas, y el Plan Especial de Educación Rural, liderado desde el Ministerio de Educación y que se ha abierto a consulta permanente con organizaciones de la sociedad civil.
Estos ejercicios le apuntan, entre otras cosas, al fortalecimiento de la democracia y a recobrar la confianza en el Estado por parte de las comunidades. Se reconoce que hay un avance en plantear estos escenarios; sin embargo, estos deben seguir transitando, de la consulta y la validación, a la verdadera participación.
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Es clave también que se reconozca lo que ya existe en los territorios; por décadas, estos lugares se configuraron incluso sin presencia del Estado. Esto implica que en ellos se han construido relaciones de poder, vínculos sociales, alternativas propias a la solución de problemáticas, que deben estar incluidas en los planes y proyectos formulados. Llama la atención, por lo menos en el caso de la educación, la dificultad de partir del reconocimiento de la existencia de diversos tipos de escuela, de saberes y de maestros en territorios específicos, así como de experiencias y alternativas educativas construidas por las comunidades y que se salen del modelo planteado desde el centro. Estas prácticas y pensamientos diversos están situados en lugares de poder “no oficiales” que muchas veces siguen apareciendo como de segundo orden frente a un único pensamiento válido, científico e institucional.
Esto tiene más sentido aún si se piensa en el sector rural y rural disperso del país. Los planes y proyectos deben alejarse cada vez más del modelo de desarrollo centralista pensado en la lógica centro-periferia, cuyas soluciones a problemas locales se siguen tomando desde Bogotá. Según esta lógica, existe una experticia desde la que se definen las políticas que deben ser implementadas y existe una escuela, un maestro, que desde un lugar subordinado operativiza y pone en escena estas propuestas. El llamado es también a que estos planes reconozcan los vacíos estructurales del sistema, y la manera en que, por lo menos en el sector rural, la normatividad vigente no ha logrado ajustarse a la realidad de los territorios.
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La verdadera participación, entonces, debe iniciar por dar valor a lo que ya existe, a las voces y propuestas diversas que se han construido en cada lugar. Es necesario también fortalecer los espacios para la participación y la capacidad de las comunidades para aportar en estos espacios más allá de la demanda, desde la visibilización y construcción de propuestas para sus propios territorios, la participación en la planeación, pero también en la ejecución y el seguimiento a lo planeado. En la medida en que los territorios se fortalezcan, la lógica centro-periferia tendrá que ir dejando espacio a la construcción de muchos centros igualmente válidos y valiosos para esta nueva apuesta de país.
*Asesora en la Fundación Empresarios por la Educación, una organización de la sociedad civil que conecta sueños, proyectos, actores y recursos para contribuir al mejoramiento de la calidad educativa.