Esa ausencia institucional es ahora el ecosistema perfecto para la corrupción que termina por corroer hasta a los más puros ideólogos.
Dos informes sobre corrupción; uno entre empresarios colombianos, realizado por la Andi y que deja pendientes explicaciones sobre las peores percepciones en el sector salud, y otro en el mundo, publicado por Transparencia Internacional, alimentan la indignación ante el escándalo Odebrecht. Asimismo, favorecen el aprovechamiento de ese cáncer por políticos en campaña o necesitados de empujar la aprobación, con mínimo análisis y debate por la opinión o el Congreso, de las normas que desarrollan el acuerdo con las Farc.
Desde 1995, Transparencia Internacional publica cada año el Índice de percepción de la corrupción, construido con encuestas entre ciudadanos de cada país. El análisis no incorpora datos verificados sobre hechos de corrupción, pero sí es revelador del clima de negocios. Hasta 2011, el riesgo de corrupción fue medido en escala de 1 a 10, pero aquel año cambió a la medida de 1 a 100 (ver en: https://goo.gl/cW4MMK). Además, durante estos 21 años han cambiado los países objeto de escrutinio. Los cambios dificultan conclusiones tajantes en las comparaciones; ellos, sin embargo, no son obstáculo para revisar las tendencias y encontrar variaciones, o estancamientos reveladores, como los que han tenido Colombia y Venezuela.
Durante todo este tiempo, Colombia ha tenido un desempeño bastante mediocre, recibiendo calificaciones alrededor de 3,7 en el rango anterior y de 37 en la actualidad, y permaneciendo en la mitad de las tablas anuales, ubicado entre los países de rango medio-alto de riesgo de corrupción. Ello, a pesar de cambios de organismos públicos responsables de la contratación, alertas recurrentes por contratos escandalosos y compromisos sucesivos de combatir este cáncer que corroe el tesoro público y la política. A pesar de enormes dificultades, el país ha (¿o había?) tenido prensa independiente, partidos fuertes y órganos de control ajenos al ejecutivo.
En estos mismos años, Venezuela ha permanecido en la parte baja de la tabla, junto a otros países de América aquejados por la corrupción, como Nicaragua, Bolivia y Haití. Hasta el índice 2013, Haití ocupó el puesto 163 entre 175 países, mientras Venezuela estuvo en el puesto 160. En los años 2014 y 2015, ambas naciones estuvieron en el puesto 158 entre 167 países. El análisis 2016 revela ¡oh sorpresa!, que Haití retrocedió un punto, cayendo al puesto 159, pero que Venezuela cayó al puesto 166, entre 176, poniéndose por encima sólo de naciones arrasadas por conflictos que han partido al país en dos, como Siria, Somalia y Libia; o dictaduras, como Corea del Norte. En sólo veinticinco años, Venezuela pasó de estar apenas 19 países debajo de Colombia, entre los 91 que se midieron entonces, a ubicarse 86 puntos por debajo, entre 91 naciones. El vergonzoso decaimiento que aqueja al pueblo venezolano se explica en la derrota de la institucionalidad democrática por el régimen chavista. Impulsada por el carisma del coronel-presidente y validada en el inequívoco beneficio para el pueblo de quitarle el poder a una élite indolente y mañosa, la toma ocurrió en forma progresiva y con el aplauso de demócratas dentro y fuera del país. Mediante sucesivas reelecciones, el chavismo puso sus alfiles en el poder electoral, los órganos de control y las instituciones judiciales, que le han garantizado impunidad para sus tropelías y le han servido como garrote para combatir a quienes se oponen o intentan resistirlos. Con tal poder, les fue fácil seducir a algunos medios de comunicación, o asediar a quienes se atrevieron a mirar el contexto con independencia. Tampoco encontraron obstáculos para aunar la complicidad de organizaciones de la sociedad civil, que encontraron plausible la búsqueda de equidad en un país agobiado por la desigualdad, o para arrasar a partidos y grupos ciudadanos que alertaron a tempo por los riesgos que encarnaba esa toma absoluta del Estado por un agresivo partido político que maneja las llaves del carcelero, las del erario y las de las relaciones externas, en un déficit de institucionalidad que facilita el aplastamiento de todo intento de control político, legal o social. Esa ausencia institucional es ahora el ecosistema perfecto para la corrupción que termina por corroer hasta a los más puros ideólogos.
Ante ese antecedente, y la temible imposición en Colombia de la premisa del “derecho fundamental a la paz” como absoluto irrebatible frente a cualquier voz de disenso o intento de control institucional y de hacer valer el Estado de Derecho, queda el auxilio del español clásico que recuerda que “cuando las barbas de tu vecino veas pelar (afeitar), pon las tuyas a remojar”.