La forma más poética para ratificar que dicen lo mismo: que nos perdimos cuando dejamos de sentir que el otro era más importante que todo el dinero y los lujos juntos
Con algunas horas de diferencia, si es que resulta relevante hablar de horas en un mundo que ahora parece congelado en el tiempo, dos hombres, dos referentes, buenos referentes, hablaron cada uno en su idioma. Uno desde la tecnología y la filantropía; el otro, desde la religión y el humanismo. Uno estaba en Seatle, Estados Unidos; el otro en la Plaza de San Pedro, en Roma, Italia. Precisamente, los dos países que hoy comandan, el primero el mayor número de contagios del mundo; y el segundo, la cifra más alta de fallecidos por el Coronavirus.
Uno es Bill Gates; el otro, el Papa Francisco. El primero, dueño de uno de los imperios tecnológicos más grandes del mundo y cabeza de una de las más grandes fundaciones dedicadas a la filantropía, Microsoft; el otro, líder espiritual y cabeza de la Iglesia Católica. Ambos, inexorablemente, referentes en un mundo donde hacen falta referentes, buenos referentes.
Bill Gates, en 2015, aseguró que mientras las grandes potencias gastaban millones de millones de dólares desarrollando juegos de guerra, el ébola derribaba de muerte a miles de seres humanos en África. El Papa Francisco escribió, ese mismo año, la Encíclica Laudato Sí (la Casa Común), y nos dijo con crudeza y pasmosa realidad que habíamos convertido el Planeta en una caneca de basura ante el afán de la riqueza y la acumulación de cosas sin importancia, y por encima de los más pobres y vulnerables.
Ambos estaban haciendo el mismo llamado: acabar con la indiferencia y unirnos en torno a lo verdaderamente importante: la vida, pero la vida con dignidad. Fue en 2015.
Ahora, en el despunte de 2020, desde sus soledades y con sus propios miedos, Bill Gates y el Papa Francisco nos hablan desde esa aldea global que es hoy, por causa del covid-19, una frágil burbuja, una especie de barca débil que navega bajo la temeraria oscuridad de la tempestad, y busca quién la dirija hacia buen puerto. Uno y otro, buscando anclas en medio de las incertidumbres. Todos nosotros, buscando un referente de esperanza.
En CNN, Bill Gates decía el jueves pasado (26 de marzo) que lo peor de esta pandemia es que se transmite de humano a humano y, en consecuencia, es necesario estar solos para poder salvarnos, mientras el Papa Francisco nos dijo en la penumbra de Roma que “nadie se salva solo”, la forma más poética para ratificar que dicen lo mismo: que nos perdimos cuando dejamos de sentir que el otro era más importante que todo el dinero y los lujos juntos. Que sólo es posible sobrevivir cuando ponemos nuestra natural individualidad al servicio de lo colectivo. Cuando reconocemos que no hay otra Casa Común que esta que habitamos y nos pertenece a todos, por más que algunos pocos se hayan adueñado de todo, y de casi todos.
Que esos pocos, en palabras del Papa Francisco y su “Urbi et Orbi”, nos hubieran impedido ver la grandeza de esos héroes anónimos que hoy se juegan su vida, no en las pasarelas ni en las portadas de las revistas, sino en los cuartos y los pasillos de los corredores de la muerte en que se han convertido los hospitales y las morgues por causa de un enemigo invisible que no quisimos ver por estar atrapados en los juegos de guerra que nos vendieron los que hasta hace poco también ignoraban el virus.
Así, y todavía sintiendo miedo e incertidumbre porque la tempestad apenas comienza, Bill Gates y el Papa Francisco tal vez nos ofrezcan, desde sus propias soledades y temores, algunas vacunas contra la desesperanza.
Primero, porque Gates nos dice que es necesario trabajar duro para hacer simulaciones sobre lo que será, sin duda, la próxima pandemia y poder anticipar su desastre, al tiempo que llama a las grandes potencias a hacerlo de inmediato y dejar los juegos de guerra nuclear en los cuarteles del pasado, porque, si de guerras se tratase, queda demostrado cuál puede ser más desastrosa.
El Papa Francisco, por su parte, nos pidió no tener miedo y recuperar nuestra esencia como seres humanos al servicio de otros. Pero no de los otros ricos, sino, y en especial, de los más vulnerables, que es lo mismo que decir de todos, porque si algo está claro también es que este coronavirus ha sido la “revolución” más dramática y rápida por la igualdad.
Llegó la hora de estar del mismo lado, dentro la barca.