Londres fue diezmado, la gente huyó, los ricos a sus posesiones rurales, los pobres a donde los condujera la ventura; el modo de salvarse de la peste era huir de ella.
Las escenas que describe prolijamente Daniel Defoe en su Diario del año de la peste podrían haber sido ilustradas con los grabados de Durero o con las coloridas y surrealistas imágenes del Bosco. Después de dar un repaso a aquellas obras en lo pictórico y lo literario, no es posible entender que el “realismo mágico” sea una innovación aparecida en el siglo XX. Lo sucedido en Inglaterra a mediados del siglo XVII, algo que había sucedido en varias latitudes y en diversos momentos de la edad media, y el modo como los creadores de la época relataron y describieron sus impresiones y vivencias, superan lo contemporáneo. Aunque Leeuwenhoek apenas estaba inventando el microscopio, ya Defoe, sólo unas décadas más tarde, comentaba que con aquel instrumento se podrían ver “… formas extraordinarias y terroríficas: dragones, reptiles, serpientes y variados demonios.” Todo ello relacionado con algo de lo cual tenían certeza: el terror vivido por la rápida expansión de la peste bubónica por los barrios de Londres en el año de 1665, un momento histórico en el cual es desconocido el agente causal. Faltan aún siglos para tener una noción microbiológica de la enfermedad. No obstante, las referencias a vapores nocivos y pestilentes, a cualquier sustancia fatal transportada por el aire, no son muy diferentes a los abundantes comentarios de la actualidad. Son, quizás de mayor valor estético y de interés, y revelan la agudeza y creatividad de algunos en esos años. Algo que en todo caso supera la monotonía propia de los analistas de cifras y curvas actuales.
Londres fue afectada por la violenta epidemia de peste bubónica en 1665. Decían que la pestilencia se originó en Holanda, desde donde llegaban cargas de géneros y seda. Por los distintos sectores de la ciudad fueron aumentando progresivamente las muertes, con el miedo masivo y de inolvidables efectos: la gente, en cuestión de días, moría con episodios de fiebre, vómitos, dolor de cabeza, y crecimiento de unas “bubas” -inflamación severa de ganglios linfáticos, especialmente en región inguinal, axilas y cuello-, y también padecían de rápidas gangrenas. La inflamación, describe Defoe, causaba enorme dolor y desesperación. Se estima que la cifra de las víctimas mortales superó los 60.000. Londres fue diezmado, la gente huyó, los ricos a sus posesiones rurales, los pobres a donde los condujera la ventura; el modo de salvarse de la peste era huir de ella. Los artesanos dejaron de producir sus bienes y se expandió la pobreza. No hubo hambre, no faltó el pan, las cosechas fueron buenas y no hubo elevación de precios, a pesar de todo. Ningún puerto quería recibir buques ingleses.
Hoy otros elementos en el relato del autor de Robinson Crusoe: las actitudes y los cambios psicológicos de las personas, la desconfianza entre vecinos, la incertidumbre de no poder diferenciar entre enfermos y sanos, las medidas adoptadas, como el confinamiento y el exterminio de perros y gatos, las locuras pseudo-religiosas. El autor del “diario” de ese nefasto año cuenta algo paradójico: hubo abundantes medidas de previsión y de apoyo de las autoridades a las poblaciones más pobres de la ciudad: corregidores, concejo de regidores de la ciudad, alguaciles, jueces de paz, magistrados, comprometidos con “mantener la calma entre los pobres”: “… y si las cantidades de dinero caritativamente ofrecido por gentes bienintencionadas de toda condición, tanto desde el extranjero como del país, no hubiesen sido tan fabulosas, no hubiese estado en manos del corregidor y alguaciles mantener la seguridad pública”. Añade, con algo de humor: desaparecieron profetas, astrólogos, nigromantes, calculadores de horóscopos y toda esa calaña, sin dejar de reconocer que ya habían obtenido grandes beneficios, junto con curanderos y charlatanes que propusieron, como se acostumbra, toda clase de panaceas.
Por esos meses aciagos los funcionarios y los sepultureros trabajaron sin descanso. Y Defoe cuenta un detalle adicional que a lo mejor a alguien hoy le suena familiar: en momentos del confinamiento, cuando tuvo que salir a poner una carta en el edificio de correos de la ciudad, “… fue entonces cuando percibí el silencio de las calles”.
No hubo final feliz; al acabarse la peste las cosas cambiaron de nuevo para la “city”: el gran incendio de Londres destruiría la mayor parte de la ciudad, en septiembre de 1666.