A pesar de su insólita destreza, de su polifacética capacidad creadora, el genio da Vinci fue un alumno, un sujeto a quien alguien enseñó, y algo muy importante, que supo permitir a su inteligencia la contemplación, admiración y respeto por quienes por diversas vías le trajeron unos conocimientos previos
Quien quiere aprender ha de experimentar una actitud, una disposición, un modo de ser, que hace posible el aprendizaje. La curiosidad sana y la voluntad de superación, como elemento connatural a cada ser humano, es acicate para potenciar los procesos de enseñanza-aprendizaje. La destreza y eficacia de algunos maestros quizás radique en su capacidad de estimular las potencialidades de sus pupilos, presentando ante ellos el mundo de los saberes como algo que a la vez oculta maravillas siempre novedosas y que pueden convertirse en un caudal que no se agota. Como lo anotara Bernardino de Siena, algunas reglas han de ser útiles para el buen estudiante: apreciar el saber, guardar silencio, favorecer la concentración, el sosiego, ser ordenado y jerárquico en los procesos de asimilación de conocimientos. La discreción -prudencia, capacidad de discernimiento- es exigencia obvia para la eficacia de quien aprende.
Hay algo muy curioso en la extensísima obra del hombre universal, Leonardo da Vinci, a quien por estas fechas recordamos con motivo de los quinientos años transcurridos. Muchos medios repiten sobre las asombrosas capacidades, ideas e iniciativas consignadas por el genio del Renacimiento italiano. Uno de los puntos que describe de modo muy interesante las cualidades de esta mente colosal está contenido en sus cuadernos de notas, cuya extensión se estima en 5.500 páginas, en muchas de las cuales están incluidos visionarios diseños y proyectos. El autor de la Monalisa escribía: “Siempre hay que aprender de los que dibujan mejor que uno”. Como casi cualquier mortal en la época de la informática puede hoy comprobarlo, es difícil hallar –refiriéndonos a los contemporáneos de Leonardo- alguno que lo superara en el arte de la pintura. Para ello, es obvio –y más en la tradición pictórica occidental- el dominio del arte del dibujo como un presupuesto básico. No obstante, es claro para el genio que debía aprender de aquellos que dibujaban mejor que él mismo. Allí se expresa aquello de la disposición o hábito para ser enseñado y, por lo tanto, para aprender. Sin duda su contacto estrecho con los talleres de grandes maestros de su época (Milán, Florencia, Roma) le hizo familiar la contemplación de bocetos, diseños arquitectónicos, estudios anatómicos, estudios de perspectiva, esquemas de artefactos diversos. Pero el genio tiene una claridad absoluta y merece reconsideración: de quienes dibujan mejor que él mismo, hay que aprender.
Sentido común, sabiduría práctica, esfuerzo y al mismo tiempo, reconocimiento de sus propias potencialidades y de sus límites: hay allí una noción de gran envergadura educativa. A pesar de su insólita destreza, de su polifacética capacidad creadora, el genio da Vinci fue un alumno, un sujeto a quien alguien enseñó, y algo muy importante, que supo permitir a su inteligencia la contemplación, admiración y respeto por quienes por diversas vías le trajeron unos conocimientos previos: la tradición, a fin de cuentas durante todo el rico proceso de los años del renacimiento, hizo posible que sucediera ése cambio fundamental en el modo de ver las artes, las ciencias, las técnicas, la enseñanza. La configuración renacentista del hombre nuevo no es la aniquilación irracional de los saberes que vienen de la Edad Media. Es la asimilación, renovada y enriquecida por nuevas perspectivas y visiones del mundo, de una riqueza que se había consolidado en la naciente Europa y sus naciones, fruto de los largos años de gestación medieval. Ninguna de las grandes tradiciones occidentales contemporáneas es ajena a aquel proceso. Y el gran genio del Renacimiento –siendo él mismo la encarnación de un nuevo modo de ver el cosmos- no dudó de la capacidad de asimilar el saber de quienes le precedieron. Representa la actitud genuina del estudiante que quiere cultivarse, mejorar, aprender. Una buena dosis de modestia; algo que escasea en estos años de la posverdad, de lo transitorio, lo banal, lo fácil y rápido, y de un limitadísimo concepto del “libre” desarrollo de la personalidad, que hace extender el mito de que cada quien es creativo e innovador simplemente porque se cree idóneo para considerarse precursor de cualquier moda o excentricidad. Da Vinci nos enseña sobre la actitud prudente de quien aprende.