En la medida en que los tribunales y órganos de control acepten o permitan la elusión de las reglas, se sientan precedentes y se debilita la estructura jurídica.
El Estado Social de Derecho es propio de la democracia y se entiende que no es establecido como formulación teórica de principios vacíos, sino como postulado esencial e indispensable para configurar una forma de convivencia social concebida en términos de justicia, igualdad, libertad, solidaridad, respeto a la dignidad de las personas y a los derechos individuales y colectivos; sistema de mutuo control entre quienes ejercen el poder público, y sujeción de todos –gobernantes y gobernados- a principios y reglas establecidas por órganos competentes y verificadas por tribunales imparciales.
Ese es el ideal. ¿Se cumple entre nosotros?
Si algo preocupa hoy en Colombia a la comunidad jurídica –y debería preocupar a toda la sociedad- es, además de la rampante corrupción, la paulatina pero creciente pérdida del poder del Derecho, y en concreto, la censurable práctica oficial de proclamar de labios hacia fuera el acatamiento a las normas, mientras en realidad se las desobedece y se las burla. Una conducta contraria a la ética, pero cada vez más extendida, que la sociedad no puede aceptar porque conduce no solamente a la grave prevalencia del poder sobre las reglas a las que debería estar sometido sino al implacable deterioro de los fundamentos jurídicos del Estado social y democrático de Derecho.
Ha tomado fuerza –de tiempo atrás, pero últimamente a raíz de la expansión del covid-19-, la corruptora idea según la cual todo es válido si produce resultados de corto o cortísimo plazo en el campo económico o social, en la seguridad y en el orden público, o en la justicia, sin que importe pasar por encima de las normas que integran el ordenamiento jurídico y de las garantías, que muchos consideran inútiles formalismos. Se observa una tendencia colectiva a no resistir, a no oponerse, a no preguntar, a no escrutar, a no vigilar, a no controlar. Un generalizado comportamiento pasivo –que no es lo mismo que pacífico-, que todo lo acepta sin reaccionar, sin entender, sin captar lo que significa, y, por tanto, sin reflexionar acerca del impacto que la indolencia y la tesis del “todo vale” habrán de causar hacia el futuro.
No cabe duda sobre el peligro que semejantes criterios representan para la supervivencia de la democracia y para la preservación de un Estado garantista y respetuoso de los derechos, puesto que, en la medida en que los tribunales y órganos de control acepten o permitan la elusión de las reglas, se sientan precedentes y se debilita la estructura jurídica. Los precedentes. Mucho cuidado con los precedentes.
Si en Colombia, como tributo a la inmediatez de los resultados, se impusieran tales premisas y, en consecuencia, la juridicidad tuviera que ser sacrificada en aras de la eficacia, de manera que el futuro del sistema -tras la crisis del coronavirus- sea la de un gobierno omnipotente, habremos perdido doscientos diez años de vida republicana. De una sociedad civilizada y libre, pasaremos a ser un simple rebaño que marcha a ciegas, sin controvertir ni discutir nada, dirigido por lemas y proclamas oficiales repetidas hasta el cansancio por los medios de comunicación.