Colombia es presa de la liberalización del consumo, pero no del mercado, lo que acrecienta el microtráfico. También padece decisiones que alentaron el resurgir de los carteles exportadores de drogas.
El país conmemora los trágicos magnicidios del coronel Valdemar Franklin Quintero y de Luis Carlos Galán. Su recuerdo rememora a los sacrificados en las luchas contra el narcotráfico. También genera preguntas por el devenir de la lucha del país contra las mafias, los carteles derrotados en los años noventa; los grupos subversivos de izquierda y derecha, combatidos en la primera década de este siglo, y las organizaciones mafiosas derivadas de paras y Farc.
Tras el crimen del ministro Rodrigo Lara Bonilla, el Estado y parte significativa de la sociedad colombiana arreciaron el combate contra los responsables de actividades de exportación de marihuana y cocaína; de vincular a paras y Farc en las drogas; de atizar la violencia, y corromper la política, la justicia y los organismos de seguridad. En los años noventa, esta campaña rindió frutos con la erradicación de los carteles de Medellín y Cali. Sin embargo, al iniciar el siglo XXI, el narcotráfico estaba en manos de las Farc y el paramilitarismo, que acrecentaron su actuar criminal y su voracidad. Al finalizar el año 2001, Colombia tenía 144.800 hectáreas de hoja de coca y capacidad para producir, según la Unodc, 970 toneladas de cocaína al año. Esta realidad impulsó el gran acuerdo interno, expresado en las elecciones de 2002, e internacional, reflejado en el Plan Colombia con Estados Unidos, para ampliar la lucha contra el narcotráfico. Tras inversiones que se calcularon en US $16.900 millones, el país avanzó hasta extraditar a los jefes paramilitares narcotraficantes, minimizar a las Farc y el Eln, así como reducir las hectáreas cultivadas de coca a 62.000 y la producción de cocaína, en 2009, a 390 toneladas métricas anuales.
Mantener el ritmo de los impresionantes avances del país contra las drogas en la primera década de este siglo se hacía cada vez más difícil dadas las estrategias de guerrillas y bacrim, sucesoras del paramilitarismo, de llevar sus hombres, cultivos y rutas a zonas selváticas, parques naturales y territorios indígenas. La práctica imposibilidad del Estado para hacer copamiento territorial, incapacidad aún vigente, motivó que el país aceptara, no sin temores, la decisión del gobierno Santos de adelantar un proceso de negociación tendiente a ofrecer algunos beneficios a cambio de conseguir la desmovilización de las Farc y su renuncia a la participación en el narcotráfico como cartel asociado a los mexicanos de los Zetas y Sinaloa, realidad que la DEA, expertos en narcotráfico y diarios prestigiosos como The Washington Post denunciaron en 2014, sin ser desmentidos. Contrario a las expectativas sobre los diálogos y durante los cuatro años de negociación en La Habana, el gobierno de Juan Manuel Santos escogió poner a Colombia en la primera línea del debate sobre la liberalización de las drogas, filosofía que tradujo en las renuncias a la fumigación aérea de grandes extensiones de cultivos ilícitos, imposibles de erradicar por otros medios, y a exigir de las Farc el retiro del negocio del narcotráfico y la entrega de toda la información que el Estado necesitaba para combatir los cultivos, laboratorios, rutas de salida de la droga y mecanismos de lavado de dinero. Aunque dejó de recibir lo que el país necesitaba para evitar el resurgimiento del narcotráfico y la violencia, Santos concedió a las Farc el privilegio de categorizar al narcotráfico como delito conexo al político. El resultado de estas decisiones se mide en cultivos ilícitos, que en 2017 fueron de 171.495, la más alta extensión en la historia, y en capacidad de producción de cocaína, que llega a 1.400 toneladas métricas anuales, también la mayor cifra histórica. Esa producción de drogas se convierte en la principal causa de asesinato de líderes sociales, miembros de la guardia indígena, integrantes de la fuerza pública y políticos, además de fuente de violencia social. Lo que muchos temimos, pues, por la debilidad del acuerdo sobre cultivos ilícitos se ha convertido, más pronto de lo esperado, en un horroroso resurgimiento de la violencia de los farianos, que ya tienen a dos negociadores y varios capos fuera del acuerdo final, y en el resurgir de la amenaza narcotraficante contra los colombianos.
Por decisiones políticas y de la Corte Constitucional, que ha dispuesto la liberalización del consumo de drogas por encima de la Constitución, en Colombia se vive la esquizofrenia de poder consumir drogas en el espacio público mientras que se pretende perseguir a jíbaros y narcotraficantes. A estas decisiones se suman otras tantas que alentaron el resurgir de los carteles exportadores de drogas y las incapacidades de la JEP y las cortes para enfrentarlos, como ocurrió con a. santrich. Todo esto ocurre mientras el doctor Santos también olvidó su compromiso de trabajar ante la comunidad internacional por la adopción general de políticas de liberalización de las drogas. En la paz como en la liberalización, no por mucho madrugar, amanece más temprano.