La cuaresma resulta siendo una necesidad profundamente humana y no un exclusivismo religioso. Desde este ángulo, el creyente y el no creyente se pueden encontrar en un diálogo fecundo, pues la necesidad de ambos de reconfiguarse les permite ampliar el horizonte de su existencia.
Una de las realidades que marca el trasegar en el mundo es toda la constelación biológica que existe. Dentro de las coordenadas propias de la evolución, hay leyes establecidas que permiten el funcionamiento normal de este planeta y los habitantes de diferentes especies. El determinismo biológico ha establecido realidades fijas para diferentes grupos, están hechos para eso, su naturaleza está definida. Ejemplo de ello son las mascotas que se tienen en casa, no pueden ser más que eso, animales. No se escuchará decir al perro: “esta semana quiero ser el perro más educado y responsable de mi unidad”. Es sencillamente imposible.
Ahora, centrando la mirada en el ser humano, como habitante de este planeta comparte las leyes que la naturaleza ha establecido, pero al mismo tiempo resulta siendo una especie bien extraña, pues no está determinado totalmente en su naturaleza, es consciente de que puede ser más. Esta posibilidad de apertura y de construcción continua es la que le permite decidir aquello o lo otro.
Cuando el ser humano toma en serio su existencia, es decir, la hace consciente, lo primero que percata de ella es la finitud y caducidad que conlleva. Como ser que habita el mundo es limitado, frágil, quebradizo. Esta realidad constatable, lejos de ser un problema, es una posibilidad inigualable, pues de cara a la realidad, renunciando a las especulaciones, el ser humano es capaz de hacerse de manera siempre nueva.
Dentro del horizonte religioso cristiano, esta toma de conciencia seria se llama cuaresma. Un tiempo litúrgico que le permite al creyente reencontrarse con lo que es y con quien lo habita. En esta realidad dialógica, la persona puede, en palabras del padre Gustavo Baena, “abrirse a una construcción distinta, siendo capaz de matar su propia finitud y tendencia a encerrarse sobre sí mismo, pues el ser humano no llega a serlo de manera auténtica él sólo, por su propia autosuficiencia”.
Con base en lo anterior, la cuaresma resulta siendo una necesidad profundamente humana y no un exclusivismo religioso. Desde este ángulo, el creyente y el no creyente se pueden encontrar en un diálogo fecundo, pues la necesidad de ambos de reconfiguarse les permite ampliar el horizonte de su existencia. Uno se verá impulsado desde la realidad portadora de sentido que llama Dios y el otro se establecerá en el mundo desde las convicciones de construcción personal y social a las que haya llegado.
Ambas posturas se establecen en un mundo común, pues más allá de las particularidades a las que están sujetos, si no tienen una salida efectiva hacia el otro, cualquier otro, no servirá de nada creer o no creer. La fe y la increencia se encuentran en la construcción integral del mundo y del ser humano. La persona no está para ser siempre la misma, hacer esto es falsear su condición de apertura a una experiencia más amplia. La posibilidad de llegar a más se encuentra cuando hace un camino serio de interioridad, hacia aquella realidad silenciosa que el ruido de los últimos decenios, con su absolutismo epidérmico, ha querido olvidar.
Volver a resemantizar la cuaresma, les permitirá a las personas de esta hora de la historia superar los adjetivos exclusivistas que han pesado sobre esta palabra, y sacarla hacia una realidad más humana, más plural, en la que en el terreno común de la vida se puedan encontrar todos apelando a su condición de construirse y repensarse. El criterio de la cuaresma, para unos y otros, creyentes y no creyentes, es cómo se está saliendo real y eficazmente hacia los demás, y desde allí hacer creíble lo que se profesa.
Para finalizar, una palabra griega hace eco durante la cuaresma que viven los cristianos: “epistrefo” (regresar, volverse, dar media vuelta). Esta expresión permite leer una necesidad honda que habita en todo ser humano, y que llama fuertemente a los que creen y a los que no. Si el ser humano no retorna hacia el establecimiento auténtico de lo que es, si no se vuelve hacia los otros con rostro y situaciones propias, si no da media vuelta y asume de manera nueva su existencia en el mundo, terminará vagando en callejones sin salida replegándose en su autosuficiencia egoísta. Regresar a las raíces es el único camino que permitirá entender quiénes somos de verdad.