Un recuerdo de infancia con obreros y una maestra rubia.
La infancia no era todavía una escala de la conciencia, ni un tiempo pasado hospedado en la memoria, ni, como suele ser, el mejor momento —el más luminoso y quizá feliz— de la vida. Era una fugacidad de la que uno carecía de noción. Se estaba sin tiempo. Y sin estar.
No había pasado. Ni futuro. Y no había forma de saber o intuir que todo era presente. Era una calle de casas con aleros, algunas sin repellar, el color ladrillo infiltrándose en uno, sin darnos cuenta. Solo sé que en esa cuadra, y en esa casona —caserón de tejas—, dos plantas, ventanas de madera muy grandes, piso de tabla, en la que en ciertas noches de pesadilla uno sentía pasos de fantasmas y tintineo de monedas cayendo por la chimenea, fui por primera vez a la escuela.
Viejo caserón del barrio Manchester. Imagen tomada de spitaletta.wordpress.com.
Calle ancha y sembrada de otras casas de dos o tres pisos, también entejadas y con balcones con piso y barrotes de madera. Un café en el que los señores de la fábrica (uno los veía muy viejos y altos) entraban y se quedaban oyendo músicas de un aparato luminoso y sentados a las mesas con vasos y botellas. Más allá, estaba el tren. El pito descomunal siempre llegaba temprano a los oídos y era una manera de saber que pronto había que levantarse para irse a estudiar a una escuela que, si bien no estaba a más de diez cuadras, a uno le parecía de una lejanía inmedible.
Lo más atrayente de aquella cuadra era su terminación insólita: una esquina en la que se juntaban los muros de una fábrica enorme cuyas chimeneas humeaban día y noche, y la estación del tren, que olía a aceites, a hierros recalentados y a pasajeros.
A veces, no recuerdo ya si era por las mañanas del fin de semana, o en las tardes de cualquier día, íbamos a mirar a los oficinistas de la estación, creo que tenían cachucha de cuero y hablaban por teléfono. Había postes con cables y rieles. Parados se veían vagones, y más allá, donde se bifurcaban y trifurcaban las carrileras, se levantaba la mole de los talleres del ferrocarril que esparcía ruidos de máquinas y olores de breas y resinas.
Había cerca de la estación un puente de hierro plateado y de estructuras elevadas. De vez en cuando, como en un desafío, una temeridad, o no sé qué, para uno entonces no había medidas de las emociones ni se sabía de miedos atávicos, atravesábamos caminando los durmientes por entre cuyos espacios se veía pasar las aguas turbias y turbulentas de una quebrada. A los lados crecían unos arbustos y ramajes con flores amarillas.
Ruinas del Ferrocarril de Antioquia.
Me parece que entonces no requeríamos juguetes y no recuerdo haber jugado a la pelota en aquella calle en la que siempre había alguna referencia al tren y a la fábrica, fuera en su cielo o en sus aceras, en sus paredes o en sus entejados.
La primera vez que fui desde aquella casa de ventanas verde cogollo, blanqueada a la cal y con portones de aldabas y cerrojos, a la céntrica escuela de enorme patio y amplios salones, tuve que correr como un desaforado por otras aceras, a veces por las calles más bien desoladas, porque me había retrasado. No sé si mamá no se despertó a tiempo, no sé si un reloj que todas las noches molestaba con su tictac entre sordo y como de máquina en desajuste, no sonó. Lo que hubiera sido, me hizo correr como un muchacho sin cordura, con una valija de cuero imitación caimán con cuadernos, lápices, sacapuntas y no sé qué otros utensilios.
Cuando con la respiración entrecortada entré al concurrido salón, en el que ya habían comenzado las clases con una profesora rubia y zarca, llamada doña Rosa Bother de Muñoz (el primer apellido no lo pronunciábamos ni ella lo usaba), que estaba recitando no sé qué fábula de Pombo, o pudo haber estado entonando alguna oración celestial, los muchachitos se quedaron impávidos al verme entrar como un bólido o como un muñeco de cómic, con desesperos y esperando quizá un regaño delante todo el mundo.
Aquella cuadra, en la que también habitaba Correa, un pelado larguirucho y con el cual fui por primera vez al cine, junto con el papá de él, don Alfonso, que nos compró confites y no recuerdo cuáles otras golosinas, tenía en ciertas noches juegos al que llamábamos la “función” y era como una recreación de las peripecias del Oeste cinematográfico. Se usaban sombreros y caballos de palo, con pistolas de artificio o de madera. Unos muchachos hacían de indios, con flechas y arcos de ramitas; otros, de matones con rifles de imaginación y gritos intimidatorios de combate.
Fue breve mi estancia en aquella cuadra de locomotoras y pitos de fábrica. No sé si fueron seis meses, tal vez más. Lo más impresionante, o el registro que se quedó con más ahínco en la memoria y causa en aquel momento de extravío y conmoción del vecindario, resultó cuando mi hermano menor, que tenía si acaso tres años, no estaba ya en la casa y mamá se regó con su voz delgada, con la misma que en otras ocasiones cantaba con belleza sin par canciones de escuelas y una que otra aria de zarzuela (según supe después), como enloquecida porque se había perdido “el niño”. Y la noticia se regó entre señoras y señores, entre muchachos y muchachas, y no sé por qué salimos todos los de la cuadra hacia la estación.
Y en efecto, cuando ya estaba a punto de partir el tren de pasajeros rumbo a Cisneros y otras poblaciones, no sé quién lo vio adentro y hubo revuelo, todos ascendimos al vagón y Richard, así era y es su nombre, tornó a casa con mamá cantando otra vez tonadas de alegría y con uno que otro lagrimón rodante.
Aquella cuadra fugaz, de la que se quedaron para siempre en el recuerdo los ladrillos y unas músicas que sonaban en una máquina de fosforescencias (luego supe que eran tangos), como los disparos de fantasía que hacíamos indios y pistoleros de película, pasó. No había tiempo y si hubo relojes, como aquel que no quiso despertar para hacerme llegar tarde el primer día de clase en una escuela pública, no éramos conscientes de que todo pasa. Pasó el tren. Pasaron los obreros envejecidos. Se murieron las flores amarillas y el caserón de tejas lo tumbaron muchos años después.
Lo que más viene a la memoria, bueno, digo que me parece que sucede en sueños, son aquellos tintines de metal en la cocina y unos pasos en la oscuridad que se van acercando a mi cama hasta sentir —sin poder gritar ni siquiera poder moverme—, una terrífica fantasmagoría que respira con agitaciones sobre mi cara de niño intempestivo a quien el tiempo se tragó sin sacudirlo.
(Nota con obviedad: Es lo que recuerdo, no lo que era aquella calle).