Algo verdaderamente escandaloso es el costo que ha alcanzado hacerse elegir. Las cifras que se barajan son aterradoras.
En vez de costosas e inútiles pantomimas, como una consulta popular para prohibir lo que ya estaba prohibido, el país requiere medidas enérgicas y de fondo contra la corrupción.
Rememoro la pobreza, austeridad y honestidad de la política colombiana desde los orígenes de la República hasta bien entrado el siglo xx, y siento angustia cuando comparo ese pasado con los niveles de corrupción que deforman actualmente su ejercicio.
Algo verdaderamente escandaloso es el costo que ha alcanzado hacerse elegir. Las cifras que se barajan son aterradoras. Posiblemente hay exageración cuando hablan de mil o dos mil millones para alcanzar una curul en el Congreso, o de centenares de millones para un diputado o un concejal en las grandes ciudades. Todos nos preguntamos cómo es posible gastar en la campaña más de lo que se percibe por dietas y adehalas en la totalidad del periodo…
Por desgracia, esas cifras, aun reducidas al 50%, al 75% o aun al 1%, son inaceptables, porque a las corporaciones públicas debe llegarse por preparación, capacidad y méritos.
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Recuerdo que cuando algo tuve que ver con las finanzas del Directorio Conservador de Antioquia, este se sostenía con pequeñas contribuciones de los empleados públicos y de los elegidos en nuestras listas, y que cada cuatro años, para las elecciones generales, rifábamos un automóvil. Los aspirantes recorrían el departamento en sus propios vehículos o en bus, y pagaban de su bolsillo los modestos hoteles de pueblo. Los concejales servían ad honorem, y las dietas parlamentarias eran exiguas. Nadie pensaba en enriquecerse con la política, y esta, por el contrario, empobrecía.
A pesar del clima austero y patriótico de este ejercicio, a veces se presentaban aprovechamientos indebidos, pero eran tan escasos como ahora los políticos probos.
En algún momento, tal vez coincidiendo con el auge mafioso del último cuarto del siglo xx, la política empezó a degradarse y a ella comenzaron a asomarse contribuciones de capos y de grandes intereses económicos. Se pensó entonces en la financiación oficial de los partidos y movimientos. No sé de dónde copiaron aquello de la reposición de gastos en función del número de votos contabilizados por cada grupo o candidato, pero el remedio resultó peor que la enfermedad.
En efecto, las sumas que se fijan como topes son tan abultadas como desproporcionadas, pero no colman los presupuestos de los aspirantes, de tal manera que al lado de una reposición de gastos más o menos bien sustentada, existe una “financiación” paralela, a cargo de constructores, concesionarios, multinacionales del soborno, urbanizadores, magnates, mafiosos, contrabandistas, usureros y de toda clase de interesados en maniobras, leyes, contratos y chanchullos, que se reclaman como contraprestación por esas “inversiones electorales”. Esto también ocurre, de manera especialmente preocupante, con los aspirantes a alcaldías y gobernaciones, cuyas campañas también son estrambóticas.
No vale la pena citar las cifras autorizadas, ni ponderar las “extralegales”, porque de lo que se trata es de reclamar el regreso a una política austera y moralmente satisfactoria, para lo cual los partidos y movimientos deben elegir a las personas preparadas y honestas que ahora no pueden asomarse a la ella.
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Desde luego, es necesario que los electores conozcan lo que los candidatos piensan, representan y ofrecen, pero eso no se consigue con las caritas sonrientes en los infinitos afiches y en las estúpidas vallas, ni con los lemas tontos, la propaganda política pagada y chillona en radio y tv, los volantes que van a la basura, los costosos vuelos en aviones fletados, los grandes hoteles, bailes y banquetes de los aspirantes. En vez de discutir con ideas los problemas nacionales, se presenta un hostigante exceso propagandístico, poco o nada motivador, y por eso muchos proceden luego a la compra de votos, práctica cada día más extendida, que tiene mucho que ver con el costo astronómico de las campañas.
Para que el elector escoja bien, en conciencia, hay que eliminar todo ese ruido y presentarle a los candidatos cara a cara, sin la costosa deformación de la vergonzosa propaganda política actual.
Nada más fácil ni menos costoso, si reducimos las campañas políticas a apariciones en tv y al esfuerzo individual de sus aspirantes, puerta a puerta y plaza por plaza.
No existe ya nadie que carezca de ese medio, y por eso el gobierno debe otorgar a todos los partidos tiempo razonable para la exposición de sus programas, teniendo en cuenta tanto el peso electoral de estos como la conveniencia de ventilar nuevas opciones de manera equilibrada, porque no es admisible que se privilegie al partido gobernante o a advenedizos procedentes de la subversión y el crimen. Este es un ejercicio difícil, pero tan posible como conveniente, porque lo inadmisible consiste en seguir dilapidando recursos, tolerando contribuciones off the record y convirtiendo la política en un coto cerrado al que solo se pueden presentar quienes tengan billete y más billete.
En cambio, los partidos deben financiarse con donaciones razonables, deducibles de la renta bruta, procedentes de una amplia base de afiliados, en vez de depender de las enormes sumas que ahora les otorgan el presupuesto y oscuros y multimillonarios donantes.
De paso hay que rechazar que el grupúsculo Farc (con 50.000 electores) reciba del Tesoro Nacional más dinero que los verdaderos partidos políticos. Inadmisible también que le regalen 42 emisoras, en vísperas electorales, por parte de un gobierno, obligado —no lo olvidemos— a respetar el principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Y además, ningún partido, asociación, iglesia o grupo, debe tener emisoras regaladas por el Estado.