Los dirigentes cuyo lenguaje incendiario comienza en plazas y micrófonos y termina en los cementerios, deben comprender que ganar con violencia no es ganar.
Con gran esfuerzo el país logró enterrar la violencia electoral. Aprendimos a votar en paz. Pero cuando empezábamos a enorgullecernos de tener una democracia en donde las votaciones transcurrían en absoluta calma, entramos en plena recaída. Cada uno de los candidatos asesinados en estos días de campaña es una herida profunda que desgarra nuestro sistema institucional.
Es urgente celebrar un consenso nacional entre los dirigentes políticos de todas las vertientes, para condenar unidos la violencia, frenar la predicación del odio y perseguir sin cuartel a los extremistas o nos sumiremos en un nuevo baño de sangre, provocado por los incendiarios que envenenan el alma de los colombianos. Es la única salida que tiene la clase dirigente política antes de ceder definitivamente el espacio a los criminales, infiltrados bajo los más diversos ropajes. No se trata de entregar principios, sino de detener a la muerte.
Ya había quedado atrás la época de la violencia política que estremecía al país cuando se mencionaba el día de las elecciones. Las familias corrían a comprar abastecimientos como si se avecinara una guerra. Solo votaban los hombres y, en muchos lugares, llegar hasta la urna se miraba como una faena reservada a los más audaces guerreros. Las mujeres se encerraban con los niños y trancaban puertas y ventanas. Por las rendijas veían pasar vehículos atestados de energúmenos que vociferaban consignas amenazadoras.
Enseguida venían los escrutinios presididos por el mismo sectarismo, en donde lo importante era que las papeletas aparecieran en los cajones habilitados como urnas. No importaba cómo llegaran allí.
Gracias a Dios el país entendió la insensatez de semejante conducta. Aprendió con dolorosas lecciones que así no se consolida la paz y aclimató rápidamente un sistema electoral que, aunque imperfeto, mejora año tras año.
Alrededor de los escrutinios se libran batallas jurídicas indeseables, pero muy distintas de las que enlodaban los resultados hasta hace poco tiempo.
Las prácticas viciosas son cada vez más fácilmente detectables y hay más voluntad para sancionarlas. Desde que se implantó el voto femenino, la presencia de las mujeres en los certámenes electorales introdujo un elemento tranquilizador.
Por desgracia, las campañas políticas, como si un súbito contagio de desenfreno las hubiera picado, endurecieron el lenguaje hasta niveles que se creían superados para siempre. Los manifestantes saltan de los insultos verbales a las agresiones físicas, y los que se deberían mirar como competidores, pertenecientes a una misma patria, se comportan como combatientes mortales de luchas en donde todo está permitido. La lista de víctimas de esta nueva ola de violencia crece de manera escalofriante.
Costó mucho esfuerzo hacer del día de las elecciones un modelo de tranquilidad democrática. Un día de fiesta cívica. Se puede destruir en unas horas, pero volverlo a crear cuesta demasiado institucional y humanamente.
No queremos repetir épocas de horror electoral. Y los dirigentes cuyo lenguaje incendiario comienza en plazas y micrófonos y termina en los cementerios, deben comprender que ganar con violencia no es ganar.
Lo sabio es propiciar un acuerdo inmediato que comience por apaciguar los lenguajes violentos. Lo contrario es resucitar una hoguera que estuvo a punto de incendiar la república