El papel de la educación en la transformación de un país que ha vivido en guerra y que sigue reproduciendo la violencia se diluye en el afán por mejorar los desempeños en áreas básicas
Andrea Parra*
Pensar que Colombia lleva 70 años en guerra es, por lo menos, sobrecogedor. Me atrevo a decir que no existe ningún habitante de este país al que esta realidad no se le haya revelado de una u otra manera en su vida cotidiana.
Violencias físicas y simbólicas se han naturalizado a tal punto que transcurren desapercibidas entre los comentaristas de radio, las conversaciones de esquina, los almuerzos familiares, los discursos políticos o los juegos infantiles. Y es que pareciera que los casi nueve millones de víctimas de la violencia en Colombia no hubieran sido suficientes para que entendamos la tragedia que hemos vivido como nación. Tragedia que ha sido de dimensiones inconmensurables para indígenas, afrocolombianos y campesinos, que han puesto gran parte de los cerca de 300.000 muertos del conflicto armado.
A propósito del día de las víctimas el pasado 9 de abril, el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, hizo un llamado a que veamos en “los sobrevivientes la fuerza moral más importante para sacar a la nación de la polarización excluyente y el resurgimiento de la violencia en que hemos caído”. Son ellos los que de primera mano pueden reconstruir la memoria de la guerra y ayudarnos a darle un lugar en la historia a lo que hasta ahora ha sido invisibilizado, para construir desde ahí nuevas posibilidades de relacionarnos y de habitar este territorio.
Este llamado, que parece tan urgente, no necesariamente se traduce en las agendas ni en las políticas públicas educativas. El papel de la educación en la transformación de un país que ha vivido en guerra y que sigue reproduciendo la violencia en su cotidianidad, se diluye en el afán por mejorar los desempeños en áreas básicas y en garantizar el acceso de los estudiantes a los diferentes niveles educativos.
No hay que desconocer que el acceso a la educación debe ser una prioridad, ¿pero el acceso para qué?, ¿a qué proyecto de nación le está aportando la educación en el país? El debate político sobre lo educativo se ha perdido en medio de cierta instrumentalización que no contiene propuestas alrededor de, por ejemplo, la construcción de otras narrativas de país que reconozcan la conformación histórica de la guerra, la memoria de las víctimas y las posibilidades de cambiar la realidad en la que vivimos.
En contextos de altísima complejidad y violencia, ¿cuál es el papel de la escuela en el retorno de las familias?, ¿cuál es su papel en la reconstrucción de nuevas formas de entender los territorios?, ¿y en la construcción comunitaria de formas de solucionar conflictos? Preguntas como éstas no necesariamente aparecen en las apuestas educativas que se plantean desde el nivel central. Las respuestas, entonces, están en el trabajo local que se realice de la mano de los maestros y para ello es fundamental, entre otras cosas, que puedan fortalecer sus procesos de formación investigativa y sus capacidades para adelantar procesos de acción-reflexión. Pero lo más importante: es necesario que las familias y los maestros puedan pensar, actuar y vivir sin miedo. Nada de lo que se formule será posible si permitimos como sociedad el resurgimiento de la violencia, si seguimos sin darle un lugar central a los relatos de las víctimas y si seguimos actuando “como si no pasara nada”.
*Asesora de la Línea de Conocimiento para la Acción en la Fundación Empresarios por la Educación, una organización de la sociedad civil que conecta sueños, proyectos, actores y recursos para contribuir al mejoramiento de la calidad educativa.