Nuestra democracia está viciada, enlodada por múltiples circunstancias que hacen que no sea posible que funcione tal y como debe funcionar en un verdadero estado democrático y social de derechos.
Un régimen democrático se caracteriza fundamentalmente por tener un gobierno escogido por las mayorías ciudadanas y el respeto profundo por los derechos individuales o fundamentales y siempre bajo el influjo de los principios de participación y pluralismo político. En una democracia existe un catálogo de derechos (o constitución política) que establece las facultades y límites para el ejercicio del poder público, los derechos y obligaciones a que se verán abocados todos y cada uno de sus asociados; es decir, es un pacto ciudadano que a través de dicho régimen conforman el qué y el cómo debe ser el estado de derecho.
En el mundo existen varias clases de regímenes políticos o formas de gobernar, las más conocidas son la monarquía, la aristocracia y, como en nuestro país, la democracia; las cuales pueden degenerar o confundirse –como casi siempre ocurre, pues es muy difícil encontrar un régimen puro, sin mezclas de otros, sin contaminaciones (excesos, vicios y/o la corrupción) con la hegemonía, demagogia, populismos, caudillismos y la arbitrariedad hacia los que –lastimosamente- van tendiendo con frecuencia los ejercicios gubernamentales. Ello depende necesariamente del énfasis que se les imprima en la práctica de cada uno de estos gobiernos y según el interés real o el rumbo (acción y efectos) que –según el caso- se le da a la gobernabilidad de las instituciones, por parte de quienes tienen el sagrado deber-misión de ejercer el poder.
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Por ello y de conformidad con estos principios habrá gobernantes- dirigentes más comprometidos que otros con la salvaguardia y respeto por la filosofía y valores (orden jurídico) que rigen estrictamente estos sistemas o; por el contrario, algún interés los mueva a comportarse (gobernar) de otra manera, bajo el sofisma de que se está al amparo del orden constitucional y/o legal pertinente.
Todo ello es posible y, de manera especial, nuestra democracia está viciada, enlodada por múltiples circunstancias que hacen que no sea posible que funcione tal y como debe funcionar en un verdadero estado democrático y social de derechos. En nuestro caso, por ejemplo, tenemos un excesivo presidencialismo, que causa un desequilibrio perverso frente a las demás ramas del poder público, ocasionándose una desnaturalización del principio-mecanismo de la representación –social, política y popular- que es el núcleo esencial e imprescindible en un integral sistema democrático.
En nuestro país no se ha podido consolidar una verdadera democracia, como ha sido concebida e inspirada, para el respeto y defensa plena de los derechos fundamentales, que sirva como garante suprema de la dignidad humana y el ejercicio pleno de las libertades individuales de todas las personas. Tal vez nadie como el gran filósofo español José Luis L. Aranguren trató con mayor entusiasmo y preocupación los problemas contemporáneos de este sistema, al considerar que la democracia “es una tarea interminable” hacia la búsqueda y perfeccionamiento del Deber ser del Estado Social de derechos, para lo cual es indispensable la ética política y la moral (buenas costumbres, decencia decoro, dignidad y pudor) en el ejercicio de la actividad gubernamental o de poder.
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Pero dicha lucha, a pesar de los múltiples esfuerzos y del gran anhelo nacional, por lo menos en nuestro país, lejos está de lograrse. El ejercicio gubernamental históricamente ha sido permeado por gran variedad de intrusos y de enemigos que –como la compra venta de elecciones, la narco política, el abstencionismo, la corrupción, entre muchos otros, han hecho inviable un ejercicio integral de dichas garantías. Fuerzas tan poderosas como el clientelismo, el poder proveniente de actividades económicas monopolistas y corporativas, al igual que el dinero proveniente de infranqueables sectores delincuenciales, han cooptado-dominado importantes facciones del poder público y del estado, generando impenetrables barreras que hacen imposible la conformación de auténticos procesos de participación ciudadana que puedan generar gobiernos integralmente democráticos, lo que da como resultado que –al final- dichos gobernantes no sean la verdadera representación popular, como lo exigen las democracias, sino los acérrimos voceros de los aludidos sectores, gremios e intereses.