Colombia derrocha a sus jóvenes por falta de plata, pero también por falta de norte.
Colombia es un país joven, y esto no se refiere a su historia nacional, sino a que está repleta de muchachos. Dicha población representa el 57,6% de los colombianos, de los cuales 16,6% están desempleados (Boletín técnico del Dane, Gran Encuesta Integrada de Hogares (Geih) mayo - julio 2018). Juventud y desempleo no consolidan precisamente una buena receta, ahora bien, ¿qué tal si le sumamos una educación deficitaria?
Colombia derrocha a sus jóvenes por falta de plata, pero también por falta de norte. Es un país que ve en la educación un gasto, en la medida en que va dirigida a formarlos y a empoderarlos; pero, ve en la guerra una buena inversión porque la guerra los ocupa y los calla. Muchos países anhelarían tener la relación demográfica de Colombia. Pues, ven en la juventud un capital. Son ellos los destinados a construir riqueza, nación, familia. Son la sangre nueva que revitaliza las estructuras sociales. Pero hay que formarlos para el progreso, no son repuestos mecánicos que llegan a puerto desde la China, listos para su consumo (con maestría y con tres idiomas). Requieren matriculas, buenos docentes, libros, alimento, transporte, dirección, recreación, escucha y afecto, entre muchas otras cosas. Son costosos.
Paradójicamente, en los países más ricos del mundo y con las mejores condiciones de seguridad social, la población se envejece o escasea. La prensa ha reportado casos insólitos de pueblos italianos que pagan a los advenedizos para que se queden y formen nuevas familias, inclusive superando las diferencias culturales. En Canadá reciben de buen gusto a las parejas que arriban con hijos a su país. En Alemania comentan que ya no se ven casi niños en los parques y su promedio de edad se eleva, mientras que, en Japón, donde también su población es porcentualmente más vieja, gran parte de sus ciudadanos decide no casarse y pasar la vida de manera célibe, aferrados a sus videojuegos (algunos los llaman “los herbívoros”). De ahí que no tener jóvenes es motivo de preocupación pública, sin embargo, parece que tenerlos también lo es.
Muchos analistas han mencionado que la única oferta estatal para muchos varones precarizados es la prisión o el cementerio, en esta entrega se podría advertir que también la guerra ha sido uno de los grandes empleadores juveniles de este país, pero ahora que la guerra ha menguado, la oferta laboral de los varones jóvenes se reduce aún más. ¿Qué hacer? Existen dos opciones, la primera: inventar otra guerra, la segunda: darle norte a la educación y a las políticas públicas de juventud. Tener un gran bono demográfico y no saber utilizarlo, equivale a ser rico y de todas las opciones optar por quemar el dinero, o por enterrarlo como lo hacían los capos de la droga en los años 80 y 90. Para después recogerlo podrido e inútil, aún para el fuego.
Se desprecia al joven, se subvalora o se teme. Tanto que en ocasiones sus movilizaciones son vistas como un malestar, un desorden y un peligro. Además, las críticas que se hacen para la elección de ciertos funcionarios es que no son demasiado viejos, o para reducir el estatus de una interviniente se le dice niña, (lo que equivale a establecer una relación vertical y jerárquica con el interlocutor). Incluso, los mismos jóvenes (utilizo el término en sentido amplio, no sólo de 14 a 26) reproducen las dinámicas de efebifobia, no en vano uno de los presidentes más jóvenes de la historia nacional, se niega a recibir en su despacho a los estudiantes. Se niega a conversar con el futuro, quizá aconsejado por el pasado.