Recordando uno de los 15 cuentos de Juan Rulfo, este país arde en llamas, no sólo en el llano, sino de arriba abajo y de extremo a extremo, como si estuviera unido por un cordón detonante que se consume en medio de la pobreza, la polarización, la injusticia y la barbarie.
Duele la tragedia en Tasajera. Es que Colombia entera duele. Y duele tanto como su indolencia. Hoy son los cuerpos calcinados de unos saqueadores de combustible que volaron en pedazos en Ciénaga (Magdalena), pero son cientos de miles los que los han volado lejos por cuenta de los agitadores, guerrilleros, paramilitares y corruptos.
Recordando uno de los 15 cuentos de Juan Rulfo, este país arde en llamas, no sólo en el llano, sino de arriba abajo y de extremo a extremo, como si estuviera unido por un cordón detonante que se consume en medio de la pobreza, la polarización, la injusticia y la barbarie.
Como en la obra de Rulfo, “mataron a la ‘perra’, pero quedaron los perritos”. Y parece que estamos condenados a sufrirlos, porque la revolución mexicana que le tocó a Rulfo es una historieta animada comparada con la tragedia que vive Colombia.
La trágica muerte de esas personas en la Tasajera no es otra cosa que la tragedia misma de un país incendiario e incendiado.
Acá los delincuentes de cuello blanco reciben plata en bolsas, queman palacios de Justicia y apoyan dictaduras, mientras reclaman desobediencia civil para desconocer la legitimidad del gobierno.
Acá los guerrilleros, que durante décadas asesinaron y violaron niños, son los que dan cátedra sobre derechos humanos y reclaman como propia la aprobación de la cadena perpetua para violadores.
Acá los jueces condenan inocentes, mientras tras bambalinas acuerdan sobornos y tuercen la Constitución para salvar a sus colegas corruptos. Acá los fiscales allanan oficinas y persiguen a los decentes, mientras filtran procesos, esconden pruebas, amañan otras y se venden a cualquier postor.
Acá los militares y los policías violan niñas, mientras los abogados no sólo defienden bandidos, sino que los ayudan a escaparse.
Acá los dirigentes deportivos no sólo acosan a las deportistas, sino que los maltratan, les vulneran sus derechos laborales y los venden como mercancía. Los de la cúpula entregan contratos y permiten la cartelización de las boletas para ir a ver a la selección de fútbol, que es quizás la única opción para olvidar esta Colombia en llamas que nos tocó.
Acá amenazamos a los médicos y a las enfermeras por salvar las vidas de quienes llegan a las unidades de cuidados intensivos, pero les brindamos homenajes y despedimos como héroes a los bandidos que manejan los combos en las comunas de las grandes ciudades.
Acá los contratistas corruptos aparecen en portadas de las grandes revistas y en las páginas del Jet Set, mientras a los que salen a trabajar todos los días de forma honrada los atracan en cualquier esquina o los matan por robarles el celular sin que nadie se inmute.
Acá el aparato de justicia se puede demorar un día para recuperar el celular de un reconocido jugador de fútbol, pero también guardar silencio durante años ante la desaparición de una humilde mujer o el asesinato de cientos de líderes sociales.
Acá los partidos políticos ya no defienden principios, sino que venden avales y franquicias, mientras chantajean al gobierno de turno para conseguir puestos y repartir contratos.
Acá los medios le dedican horas enteras a la suplencia de James Rodríguez en el Real Madrid, pero si acaso mencionan algo de la tragedia de una joven futbolista mujer que acaba de perder una de sus piernas.
Acá nos escondemos para no salir a pedir que se respeten los páramos y los bosques, pero nos mandamos en manada a comprar televisores y celulares, afectados por el virus del consumo.
En qué momento se jodió Colombia. No lo sé. Pero creo, como lo dijo don Guillermo Cano Isaza en su Libreta de Apuntes, que ya no pudimos “vivir civilizadamente y dejar de morir a destiempo y como salvajes”.