El concepto de ciudadanía también ha servido como vehículo de discriminación y marginalización, cuando se pretende matricular categorías en las que quienes actúan de determinada manera se creen superiores o mejores.
Así como la idea de democracia es una construcción social, que no está implícita en la naturaleza humana, el concepto de ciudadanía cobra diversos significados de acuerdo con las épocas, los entornos y los intereses. Si bien, es fácil identificar la noción con el conjunto de personas que habitan un mismo espacio, también tiene que ver con el reconocimiento de los derechos y los deberes que involucra, pero cada vez más con el grado de participación o iniciativa que se tiene en el ejercicio mismo de la vida en colectivo.
Como la filosofía se ha ocupado desde la Grecia antigua del concepto y su evolución, resulta inane dedicar este espacio a esas consideraciones que tienen capas ontológicas, axiológicas, ideológicas y éticas diversas. En nuestra cotidianidad, con frecuencia reducimos la ciudadanía al derecho a portar una cédula que nos identifica como miembros de un estado y nos permite ejercer el derecho al voto. Por eso, para quienes buscan esos votos es tan fácil recurrir al llamado ciudadano y proponer su visión de mundo como ideal de ciudadanía.
Como casi todos los mensajes inspirados en la intención política, esa mirada tiene claros y oscuros. Sin duda es un aporte fundamental para llamar a la acción más allá del voto, para motivar comportamientos y facilitar la relación del estado en sus diversos niveles con los sujetos individuales y colectivos. Pero también ha servido como vehículo de discriminación y marginalización, cuando se pretende matricular categorías en las que quienes actúan de determinada manera se creen superiores o, diríamos, ciudadanos de primera.
Ocurre, por ejemplo, con quienes optan por dejar el carro particular y asumir la bicicleta como medio de transporte. Con frecuencia se creen superiores a los demás, cuando menos en términos morales, y además de satanizar a los otros, asumen que su condición les da mayores derechos de uso del espacio público, de la vía, de la ciudad. No pocos incluso atropellan al peatón, irrespetan las señales de tránsito, agreden a quienes se movilizan en otros medios, lejos de comportarse como ciudadanos ejemplares.
También pasa con quienes ejercen habitualmente el derecho al voto, con quienes usan los parques, quienes sacan a sus mascotas con bolsa en mano, quienes acuden a los escenarios deportivos, quienes participan de jornadas de planeación, y larguísimo etcétera. Cada uno desde su óptica se siente un poco mejor ciudadano que los demás, y con ello, se siente merecedor de un poco más de derechos que los otros.
Es cierto como plantea la socióloga argentina Elizabeth Jelin, que parte del ejercicio de la ciudadanía es animar el debate político que determina las responsabilidades y los compromisos que implican la relación entre los ciudadanos y el Estado: poseer un sentimiento de pertenencia a una comunidad política, pero también obtener reconocimiento de esa comunidad política a la que se pertenece. Ahí tienen cabida las denuncias sobre las situaciones políticas sociales desfavorables para las comunidades y el reclamo por mejores condiciones y acciones más incluyentes. Pero eso es un asunto y otro la discriminación que nos es tan propia, que parece tan arraigada entre nosotros. Una cosa es tomar parte en la esfera pública y otra sentirse el centro de esa esfera.
La filósofa española Adela Cortina nos invita a defender un sistema global de derechos y deberes de alcance universal que supere aspectos como el lugar de nacimiento o de residencia. Una ciudanía más o menos global que va más allá de un estado asistencialista en el que se enarbola “el derecho a reclamar derechos” y se ejerce una ciudadanía más activa de quienes están dispuestos “a reclamar sus derechos y a ejercerlos”. Edificar, dice ella, una sociedad justa.
Sociedad que implica no renunciar a la diferencia ni menospreciarla, sino más bien procurar el ejercicio ciudadano en términos de equidad, de respeto y bajo el entendido de que no hay ciudadanos de primera, para no caer en la tentación de que los haya de segunda o de tercera.