Nadie reprime los instintos de cambiar aunque sea unas cuantas palabras, para graduarse de constituyente a costa de la norma constitucional.
¡Quién lo podía imaginar! Terminamos con una Constitución de hojas intercambiables. La norma fundamental de un Estado, sobre la cual se edifica la estructura jurídica y social de su pueblo, se redujo a una armazón tembleque, que no vale la pena publicar encuadernada en pasta dura, porque entró en una especie de mutación permanente.
La Constitución de 1886 tuvo el gran mérito de traerle estabilidad a la vida institucional del país, que amenazaba disolverse por el camino de un federalismo exagerado. Combinó la fórmula de centralización política y descentralización administrativa, para fortalecer la unidad nacional al mismo tiempo que las regiones tenían autonomía para administrarse de cerca, por quienes las conocían bien y tomaban las decisiones con la inmediatez necesaria para salirle al paso, inmediatamente, a los problemas que se conocían mejor por quienes los experimentaban de cerca.
Por supuesto necesitaba actualizarse. No eran ni una Constitución perfecta ni una fórmula perfecta, pero, gracias a su realismo y flexibilidad, fue consolidándose hasta garantizar paz política y seguridad jurídica.
Reformas como las de 1910, 1936, 1945 y 1968 la iban ajustando a los cambios sociales y políticos. El país había encontrado una estabilidad que nadie esperaba tan pronta y sólida, en medio de las guerras civiles del Siglo XX. Pero era ilusionarse demasiado pensar que duraría mucho ese entorno institucional que armonizaba su firmeza al tiempo que realizaba los cambios necesarios. Se aplicó lo que dicen los alegrones fiesteros en medio del jolgorio “¿si estamos tan bien aquí por qué no nos vamos para otra parte?”.
Y nos fuimos…
Los buenos avances de 1991 habrían podido incorporarse sin traumatismos y con resultados positivos. Pero las que debían ser unas reparaciones locativas se convirtieron en una demolición. Abierto el boquete, se empezó con una demolición improvisada de la estructura que tanto costó construir y fortalecer. Desde entonces, nadie reprime los instintos de cambiar aunque sea unas cuantas palabras, para graduarse de constituyente a costa de la norma constitucional.
Se entró en una furia reformadora que cobró instantáneamente su primera víctima: el respeto a la Constitución.
El manoseo de sus disposiciones pretende incorporar, de un golpe los acuerdos de la Habana en normas inmodificables de nuestra Carta Constitucional. Y mientras el país digiere las consecuencias, hasta la letra menuda de esos escritos debe considerarse parte del “bloque de constitucionalidad”, que en la práctica es lo mismo pero con otro nombre.
Y como entramos en una época de ligereza institucional, los desarrollos nuevos se hacen a mayor velocidad, pues el invento del fast track no es otra cosa que la exaltación del apresuramiento. La Constitución no solo es manoseada, sino manoseada de afán
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¿Dónde queda la mínima seguridad jurídica que puede exigírsele a un estado de derecho? Si a la Ley de Leyes la tratan así ¿qué no podrá ocurrir con las simples leyes que regulan la forma como ejercen sus derechos los habitantes del Estado?
¿A qué inversionista extranjero atraeremos si se cambia la seguridad jurídica por la inestabilidad de la misma Constitución?
¿Puede progresar un pueblo con una Constitución de hojas intercambiables, que hasta una suave brisa pone a flotar en el aire?