El camino que recorre el bravo pueblo venezolano es cada vez más doloroso y complejo, a causa de los cercos levantados con facilidad que no se compadece con el esfuerzo y la convicción de los marchantes por la libertad.
El camino que recorre el bravo pueblo venezolano es cada vez más doloroso y complejo, a causa de los cercos levantados con facilidad que no se compadece con el esfuerzo y la convicción de los marchantes por la libertad. Estos crecen por la fuerza de la tiranía, las ambigüedades de los neutrales y cierto cansancio que florece entre contribuyentes que empiezan a sentirse frustrados y hasta algo encartados con la complejidad del proceso de recuperación de la libertad, la democracia y las instituciones republicanas, que el chavismo, con respaldo de cómplices y auxiliadores internos y extranjeros, ha destruido durante sus veinte años en el poder.
El desespero de quienes esperaban un pronto éxito de la oposición, gracias al carisma de Juan Guaidó y la sensatez de su desconocimiento al gobierno de facto, izado sobre un descarado fraude, se está convirtiendo en ruido contra los valientes opositores, líderes políticos con orígenes y expectativas distintas sobre el futuro de su país pero que han sabido subyugar sus ideales particulares al gran propósito de la recuperación del país, que tiene que ser recorrido en los ámbitos económico, social e institucional.
Fruto de su desazón, los aliados han descuidado una de sus principales responsabilidades, y tal vez su gran meta en este momento: romper la peligrosa neutralidad de organismos multilaterales y naciones que más alla de declaraciones deberían estar ofreciendo apoyo y recursos para derrotar al tirano. Lo mismo en las neutralidades inocentes, como la que decidió la Unión Europea después de haber ofrecido interesantes señales de apoyo al gobierno legítimo de Juan Guaidó; en las morosas, como la de CPI para iniciar procesos tras recibir serias denuncias contra el sátrapa; que en aquellas intencionadas, como la que ofrece la ONU, gracias a notable intervención de la expresidente chilena Michelle Bachelet, cuyo última desaguisada decisión es visitar el país entre el 19 y el 21 de junio a fin de reunirse con los presidentes Guaidó y Maduro, incurriendo en paridad inaceptable por un organismo constituido para velar por la legalidad de los gobiernos y los derechos humanos. Y es que ni los más chavistas pueden ocultar la enorme distancia que separa la legalidad y legitimidad que ostenta el presidente interino, a su vez presidente de la Asamblea Nacional, cuyo poder emana de la difícil victoria electoral de las fuerzas opositoras en las elecciones legislativas, y el tirano Maduro, que tomó posesión de su cargo tras haber fraguado un fraude electoral tan evidente que la comunidad internacional tuvo que denunciarlo.
Las ambigüedades de la ONU y la Unión Europea, más que la arbitraria hostilidad de Rusia y China contra la oposición, han alimentado los fallidos intentos de diálogo por una salida democrática a la crisis: aquellos ingenuos, como se espera haya sido el del papa Francisco; los interesados, como el actual encabezado por el gobierno noruego, y aquellos con talante claramente pro-chavista, como los que ha buscado José Luis Rodríguez Zapatero, expresidente del gobierno español. Como ocurrió en intentos ya fracasados, estos diálogos han revestido al régimen de la legitimidad que le niegan sus conciudadanos, minando las posibilidades de avances de la oposición, toda vez que los seguidores se confunden con los signos equívocos que les ofrece ese diálogo, o simplemente renuncian a seguir ofreciendo hasta sus vidas -Juan Guaidó ha lamentado que más de 300 personas han sido asesinadas por la tiranía durante las últimas protestas- a una causa en la que sus líderes titubean y su futuro es incierto.
La fuerza de los luchadores por la libertad venezolana se asienta lo mismo en la claridad de sus argumentos, que en la indignación por la desgracia del que fue el país más próspero de Sudamérica. Una de sus mayores amenazas, acrecentada por el empobrecimiento del país y la lentitud del proceso de cambio, es la creciente salida de ciudadanos, muchos de ellos los marchantes que acrecentarían las protestas y debilitarían la tiranía, que huyen agobiados por la falta de los subsidios que los ataron al chavismo, la insalubridad y el hambre.
A más de minar fuerzas que la oposición necesita, contribuyendo -como antes ocurrió en Cuba- al afianzamiento de la dictadura, estos migrantes corren el riesgo de desanimar el ya mermado apoyo internacional a su causa y de afectar la solidaridad de los países receptores que empiezan a tener impacto en sus indicadores de desarrollo -empleo, crecimiento, calidad de la educación, acceso a los servicios de salud y hasta seguridad- debido a su contribución a resolver las necesidades de migrantes que, sobre todo en las olas recientes, no parecen prestarse a ser parte de las soluciones a sus problemáticas, entre ellas las de salud sexual y reproductiva, tan necesaria como lo demostró en controvertida columna la periodista Claudia Palacios.