Sometidas a esta trampa fatal, las instituciones están llamadas a actuar con el rigor que les ha reclamado la Comisión Interinstitucional de la Justicia.
El entramado que tejieron magistrados, congresistas y abogados, para influir en la Corte Suprema de Justicia escribe una página de vergüenza en la historia de la justicia. Su reflejo en el deterioro de la confianza en el sistema de justicia, demanda investigaciones ejemplares y oportunas, como lo entendió la Comisión Interinstitucional de la Rama Judicial, que exhortó “a presentar a la ciudadanía en el corto y mediano plazo resultados concretos y categóricos” y, para ello, ofreció “el respaldo y la información que sean necesarios, dentro del marco del debido proceso”.
El caso que inicia está rodeado de la desconfianza de la ciudadanía en instituciones salpicadas por sus peores miembros. En esas condiciones es probable la explosión de errores, como la divulgación de apartes, descontextualizados, de piezas procesales; los juzgamientos a priori en el tribunal de la opinión, y la intencionada dilución de las responsabilidades como resultado del caos de información-especulación. Habiendo dado rienda suelta al afán morboso de hallar culpables y emitir sentencias en conciliábulos, corresponde a las instituciones hacer máximo esfuerzo para aclarar los hechos conocidos, y aquellos aún no informados, y producir las sanciones a que haya lugar.
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Esa responsabilidad enfrenta barreras causadas por un diseño institucional que no concibió estas circunstancias extremas. En efecto, la investigación y decisiones por los hechos conocidos, y sobre los que existen múltiples e inquietantes evidencias además de medidas preliminares, compete a la Fiscalía General de la Nación, para no aforados; a la propia Corte Suprema de Justicia, en el caso de los aforados, y al Congreso, en el proceso a los magistrados. Un diseño institucional garantista y respetuoso, si la trama corrupta no hubiera enredado, como lo hizo, a las más altas dignidades e instancias del poder judicial y político.
En el centro de la trama se encuentra Gustavo Moreno, ex director anticorrupción de la Fiscalía General, nombrado para su cargo por el doctor Martínez Neira, imputado por extorsionar o recibir sobornos para obtener decisiones favorables en la Corte Suprema. Este exfuncionario y los abogados que parecen haber coadyuvado a sus extorsiones deben ser investigados por la Fiscalía en la que ejercieron influencia. La situación impondría que el caso, y las responsabilidades que origine, sea asumido por el propio fiscal general de la Nación, quien aún no ha aclarado bajo qué influencia y por qué razones nombró a Gustavo Moreno, exasesor del exfiscal Montealegre que para entonces ya era objeto de dudas entre los litigantes, en el muy delicado cargo de fiscal Anticorrupción.
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La trama se crece con el papel de José Leonidas Bustos y Francisco Ricaurte, expresidentes de la Corte Suprema de Justicia que ganaron impresionante poder en el sistema judicial en virtud de la potestad, conservada por las cortes tras airada defensa en la que participaron estos exmagistrados, de nominar y elegir a miembros del poder judicial, además de hacerse elegir por quienes antes ellos eligieron. Corresponde a la Corte Suprema de Justicia actuar en los procesos, a los que ha dado parcial publicidad, contra los congresistas Hernán Andrade y Musa Besaile, así como contra el exgobernador Luis Alfredo Ramos. Lo hará teniendo entre sus miembros a magistrados que ocupan su dignidad gracias a la influencia ejercida por los abogados Bustos y Ricaurte, situación que afecta la escasa confianza depositada en esa Corte.
Los congresistas llevados a la Corte Suprema son poderosos barones electorales con influencia sobre el Legislativo, institución ante la que comparecen los dos expresidentes de la Corte Suprema de Justicia, a fin de que la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes los investigue y presente conclusiones a la plenaria de la Corporación, que deberá decidir si los somete a juicio en el Senado. El procedimiento ha demostrado ser infructuoso en otros hechos de azarosa corrupción que terminaron diluyéndose o, peor aún, bajo inútiles, aunque severísimas, sanciones morales de la opinión pública, erigida en drástico tribunal de la inquisición.
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Sometidas a esta trampa fatal, las instituciones están llamadas a actuar con el rigor que les ha reclamado la Comisión Interinstitucional de la Justicia. Y la ciudadanía es participante fundamental, como vigilante atenta a que los casos en comento estén caracterizados por celeridad, transparencia y oportunidad, que deben garantizar debido proceso para todos los acusados, castigo ejemplar a los responsables y pronta libertad a quienes hubieran sido acusados infamemente.