Había una canción macondiana y otra que hablaba de solamente una lágrima. Bellos recuerdos de aquella infancia en el barrio.
Desde el balcón veíamos a los feligreses entrar a la iglesia, tras el toque de campanas. Señoras y señores, algunos pelados y muchachas, todos con una especie de pereza, de reticencia o de obligación marcada. Era una iglesia de fachada de ladrillo y un campanario no muy alto. Parecía improvisada. Y, con el tiempo, quizá con empanadas y bazares, con los fondos de los sanisidros en los que había ruletas y remates, la iglesia de Santa Catalina Labouré se modificó, con una construcción más amplia, con un frontispicio a modo de pirámide y con más presencia en el sector.
Nunca supe quién era el párroco y, creo, no haber entrado jamás a ninguna ceremonia allí. Detrás, casi llegando a la quebrada La García, había una enorme manga, limitada con tunales y en la que, dos o tres días a la semana, jugábamos partidos. El balón, a veces, o muchas veces, se iba a la corriente y había que salir por las orillas, aguas abajo, a rescatarlo. A un costado de la iglesia, habitaba un pelafustán con ínfulas de bravero, en apariencia mayor que mis hermanos y yo, todavía imberbe, al que le decían Judas. No gozaba de aprecios en la zona. Una vez, en un picado, el tipo, que además era engreído y de caminar a lo malevo, le dio un puño a uno de mi equipo, creo que fue a Chucho, y se armó la zambra. Puñetazos e hijueputazos iban y venían. Al sujeto aquel, fatuo y agrandado, jamás lo volvimos a saludar, aunque nos dejó una desazón por no haber podido “machacarlo” como se merecía.
Lea: Nostalgia con pimienta y soledad
La cuadra nuestra era de casas de dos pisos. No había árboles. El agua la subíamos a través de una bomba de extracción, con una enorme palanca de hierro. Abajo, además de la dueña, una señora adusta, pelinegra y de rasgos bruscos, vivía una hija de ella, a la que papá apodó la Culatera, y una sobrina de la doña, blanca y mona, que cantaba a toda voz canciones de la Nueva Ola y el Go-Go. Se escuchaba entonces en la radio a una mexicana, Estelita Núñez, cantando “una lágrima por tu amor, una lágrima lloraré…” y a mí me gustaba cómo la muchacha bonita la entonaba. Creo que me enamoré de ella (ella no se enteró) y mi dolor fue enorme cuando supe que tenía novio, que la visitaba dos o tres veces a la semana, parados ambos junto a la verja de hierro despintado.
Por aquellos mismos días, muy cercano ya el único diciembre que por allí pasamos, se oía en las casas “Los cien años de Macondo” y había una muchacha que, al caminar, parecía bailando esa música sabrosa compuesta por un peruano y cantada por Rodolfo Aicardi y Los Hispanos. “Los cien años de Macondo sueñan, sueñan en el aire / en los años de Gabriel trompeta, trompetas lo anuncian…”. No había leído entonces Cien años de soledad y a la muchacha, de la que no supe nunca el nombre, la apodamos La Maconda.
Por aquella cuadra, en la que sin falta había una tienda en la esquina, había muchachas que desfilaban todas las mañanas con falditas a cuadros rojinegros y blusas blancas, con valijas y olorosas a jabón (así lo percibía desde el balcón), rumbo a los colegios. Los fines de semana, cuando estaban sin uniforme, cambiaban su aspecto. Se veían más atractivas. Volteando la cuadra, junto a la tienda, vivían dos, muy bonitas, que uno les hacía caritas, o les decía un cumplido, y ni siquiera volteaban la vista. Es más, cambiaban de caminado, se erguían, asumían una actitud de reinas de barrio y si te vi no me acuerdo. A lo mejor, miraban de reojo a ver qué era la vaina.
A otra, que luego se volvió paisaje y al principio era llamativa por lo excéntrica, mamá le puso el mote de La Cuperta. Pelicortica y de caminar hombruno, se paseaba con los brazos en bamboleo y la mirada desafiante.
Usábamos todavía camisas floreadas, de estampados extravagantes, de chalis y otras telas, bluyines de industria nacional y tenis criollos. Todas las mañanas bombeábamos el agua, que se recogía en un tanque de cemento y en canecas metálicas. La muchacha del primer piso, que siempre sintonizaba programas juveniles, cantaba temprano, al tiempo que La Culatera permanecía siempre en silencio. Eludíamos, en lo posible, al salir por el corredor común, la presencia de la dueña de la casa. Si sentíamos que estaba abriendo, uno esperaba. A veces, claro, era ineludible y teníamos que ver su rostro de bruja sin atributos. Ninguna escoba se prestaría para transportarla.
Los domingos, el sonar de las campanas nos despertaba. Uno aprovechaba para voltearse en la cama e intentar conciliar el sueño. Más tarde, había que salir a buscar compañeros para ir o a la manga de la quebrada o a alguna de Niquía. Estábamos en un sector comprendido entre los barrios El Congolo, La Milagrosa y Prado. Muy cerca, a unas cuantas cuadras, había un puente sin barandas, solo para caminantes, que atravesaba la García y unía a Niquía con la zona de Santa Catalina. Sobre aquel se contaban historias de ladrones, de gentes que tiraban a la quebrada, de fantasmas que se ubicaban allí a medianoche…
Cuando nos mudamos (de allí salimos para un barrio obrero, Santa Ana), la voz de la muchacha seguía escuchándose: “Una flor sin rocío morirá y nunca más vendrá la primavera…”. Sentí una especie de desgarramiento, de que algo mío se quedaba en ese espacio del que solo recuerdo una bomba manual de extracción de agua, un balcón con algunas bifloras desde el que veíamos las muchachas y a los que entraban y salían de misa, y la sensación de que la dueña era una mujer amargada.
Cuando nos fuimos, la iglesia todavía era la de la torrecita de poca altura, con unas campanas broncas y lo más vistoso que en ella ocurría era el denominado altar de San Isidro, con toldos pintorescos, juegos de azar, frituras y señoras que ofrecían viandas. En el aire del entorno flotaban las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia y cuando, tiempo después, leí la novela de García Márquez, imaginé que la muchacha del primer piso era Remedios la Bella, por la cual creo haber soltado una lágrima por un amor carente de ilusiones y sin esperanza.