Los jóvenes de las generaciones siguientes al cambio de milenio no tuvieron la misma suerte de sus antecesores.
Los jóvenes que votaron por Álvaro Uribe en 2002 ya tienen 40 años y más, están acomodados en sus puestos de trabajo, muchos constituyeron familia y su preocupación es criar los hijos, sacar adelante un emprendimiento, pagar la cuota mensual del apartamento y tener buenos planes para el fin de semana y vacaciones. Hoy tienen algo qué cuidar: un puesto de trabajo, una hipoteca, un carro, una finca, un negocio propio. A una pequeña parte de esa generación la conocí en la Universidad como profesor. Vi su entusiasmo y sus deseos de cambio. Fueron esos jóvenes los que convencieron a sus padres para votar por Uribe, desconociendo la presencia de los candidatos oficiales de los dos partidos tradicionales, por quienes sus padres y abuelos votaban irremediablemente dentro de la lógica del bipartidismo dominante.
Unos años más atrás, los jóvenes de entonces se habían entusiasmado también por Luis Carlos Galán, atraídos por su discurso contra la corrupción y por su elocuencia. Galán era un seductor que embrujaba con la palabra. Y mucho antes, la generación de mis padres, se había entusiasmado con Jorge Eliécer Gaitán, otro mago de la palabra. Pero Gaitán y Galán fueron asesinados porque podían poner en jaque el sistema. Esas muertes dejaron tras de sí la frustración lógica de sus seguidores y la advertencia perentoria de que el cambio en Colombia no era posible por las vías democráticas, porque en el país el homicidio también es un arma política.
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Los jóvenes de las generaciones siguientes al cambio de milenio no tuvieron la misma suerte de sus antecesores. Aunque muchos también fueron a la Universidad, el desempleo y la precariedad laboral empezaron a restregar sus sueños contra el pavimento. Ya desde la Universidad empezaron a tener dificultades para acceder a las prácticas universitarias, cada vez más escasas y más competidas. Estas generaciones, que son las más y mejor formadas de la historia, viven peor que sus padres, reciben bajos salarios o trabajan a destajo como contratistas ocasionales, no piensan en el matrimonio porque no tienen cómo sostenerlo y sus ingresos no los habilitan para recibir un préstamo hipotecario para adquirir un apartamento. Esas generaciones, a las cuales muchos adultos se han encargado de desacreditar como vagos, porque piensan distinto y viven distinto, son expresión del desencanto y la incertidumbre.
Las generaciones actuales son nativos digitales, viven más en el presente que en el pasado y creen que el futuro no será mejor. La mayor parte de su vida gira alrededor de un Smartphone o un computador: por ahí estudian, se comunican, se divierten, hacen sus compras y se informan. Esta generación no lee periódicos tradicionales, no tienen ataduras ideológicas y decide qué es lo que le interesa o resulta mejor movida por el pragmatismo.
Estas generaciones han desarrollado sensibilidades frente al sexo y la identidad de género, los animales, el cambio climático, los grupos vulnerables, todo lo cual dio un vuelco a la agenda pública. Con ese equipaje, los jóvenes fueron capaces de dar el salto de las redes sociales a la calle, sobre todo, cuando llevábamos un poco más de diez años escuchando la retahíla de que las redes sociales no votan, porque hasta hace poco, era uno el ambiente que se percibía en las redes y otro, muy diferente, el resultado de las urnas. Y más en Colombia, un país que no se sintió interpelado ni por la primavera árabe ni por el 15 M, movimientos que tuvieron su origen en redes sociales y se expandieron gracias a la magia de Internet.
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Los jóvenes de hoy salen a la calle y les toman gusto a las marchas. El ejemplo lo tienen en el movimiento “Viernes por el clima”, impulsado por la joven Greta Thunberg, que moviliza miles de adolescentes y jóvenes en todo el mundo cada semana. En el caso colombiano es una generación sin ataduras, que creció oyendo hablar de corrupción y de ausencia del Estado y que no confía en los partidos políticos. Una generación que como dice uno de los muchos carteles llamativos que se han visto en las calles, no piensa tener hijos, pero lucha por el futuro de los hijos de los demás. Una generación que combina las formas de lucha: un día usa cacerolas y el otro convoca a un concierto como símbolo de la protesta pacífica.
Quizás sea otra forma de Estado de opinión, que pide ser escuchado y se manifiesta en la calle, con carteles, con cacerolas, con música. Los jóvenes dejan atrás la indiferencia y se entienden como sujetos políticos, conscientes de que la mayoría de edad la alcanzan ejerciendo una ciudadanía activa, porque la calle es el lugar de la democracia.
Cambian las generaciones, pero no cambia el Estado, lo que acrecienta la distancia y dificulta la comunicación. Los funcionarios públicos y quienes toman las decisiones siguen aferrados a los mismos moldes de toda la vida, encerrados en su autismo. ¿Si los tiempos cambian, por qué no cambia la manera de enfrentar los problemas?